FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR (MADRID) | Comprendo tu desacuerdo con mi artículo La sal del infierno (VN, nº 2870). A estas alturas de nuestra vida, no sé cómo podías esperar que mi posición en este tema fuera distinta.
Si se tratara de un asunto menor, no dudes de la facilidad con la que, sin llegar a darte la razón, refugiaría mi cortesía en el silencio. Pero cuando lo que tenemos ante nosotros es el espectáculo siniestro de una sociedad aterrorizada y la halitosis moral de quienes aún tratan de ocultar las responsabilidades mediante su “comprensiva” falsificación de esta tragedia, comprenderás que no me quede más opción que tomar una palabra que, quizás, se me ha dado como derecho, pero que siempre me he tomado como deber.
Temprano aparece en tu carta esa insaciable pérdida de perspectiva que tú, y otros como tú, habéis tratado de inculcar a cualquier mirada sobre el terrorismo. Indicas, en efecto, que es mi ideología política la que me ha llevado a escribir el texto que deploras. Pensar que la condena del terrorismo, sin matizaciones fraudulentas ni penumbras morales donde se negocia el valor de la vida humana, es el resultado de una ideología, manifiesta a la perfección la más radical de nuestras diferencias. Porque yo creo que es una simple y rotunda cuestión de principios. En ellos, y no en una enigmática, aunque al parecer “legítima ideología política”, se inspiran mis palabras.
No quiero pasar por alto el deliberado insulto con que tratas de oponer mis opiniones a mis creencias más profundas. A diferencia de otros, yo procuro que ambas guarden coherencia. Yo no soy un cristiano a media pensión, sino a jornada completa. Yo no tengo mi fe para salvarla de los problemas del mundo, sino para alimentar con ella mi condición de hombre libre y las obligaciones morales a las que tal condición me ha sentenciado.
Porque lo que hemos vivido, y aún vivimos en España, no ha sido un conflicto ideológico o un enfrentamiento armado entre compatriotas que pudiera exigir la reparación necesaria de una reconciliación. Estamos ante el puro y simple crimen organizado, bajo el cielo protector de una ideología nacionalista. No es mi condena y mis calificativos los que atentan contra la convivencia, sino esa búsqueda continua de atenuantes que acaban por convertir el crimen en una mera equivocación.
Por otro lado, no sé a qué reconciliación puedes referirte, cuando en ningún lugar civilizado se le ha ocurrido a nadie, con noción de la responsabilidad y sentido del ridículo, convocar a una obscena confraternización entre los terroristas y sus víctimas. No voy a discutir tu derecho a conmoverte ante encuentros de este tipo, pero permitirás que a mí también llegue a entristecerme el ultraje que se suma entonces al sacrificio de los muertos.
Porque, si algunos familiares llegaran a aceptarlo, nada les autorizaría a ellos, y mucho menos a ti, a adueñarse de la profunda, permanente e irrenunciable dignidad de esa dolorosa herencia.
En el nº 2.875 de Vida Nueva