MIGUEL ÁNGEL MALAVIA, redactor de Vida Nueva |
Los miles de religiosos y religiosas que, en todo el mundo, aunque preferentemente en los lugares más sacudidos por la miseria y el sufrimiento, testimonian su fe con su propia persona antes que con sus palabras, se merecen un papa hijo de la Vida Consagrada.
Los religiosos y religiosas representan un estilo propio, un modo de vivir la fe consistente en adentrarse por los caminos más complejos y profundos. En todo momento, al encuentro de Dios a través del servicio total a otras personas o de una entrega absoluta a la oración.
Sin embargo, pese a la radicalidad de su carisma, no siempre han contado con la comprensión y el afecto de algunos hermanos de otros ámbitos de la comunidad cristiana. En un tiempo en el que abundan “los profetas de la desventura”, sobre los que les alertaba Benedicto XVI, me alegro de que el nuevo pastor del rebaño eclesial conozca perfectamente el especial latir de la Vida Religiosa. Sabe que también se puede apoyar en ella. Que puede confiar en ella.
La libertad de los jesuitas y el afán franciscano
de ser las manos que trabajan la viña
simbolizan lo mejor que hoy puede ofrecer la Vida Religiosa.
Es la hora de un papa testigo, de un papa que evangelice,
en primer lugar, con la autenticidad de su propia persona.
Concretamente, la elección papal de Jorge Mario Bergoglio, jesuita llegado del “fin del mundo”, simboliza un acto de justicia con la Compañía de Jesús. En sus cinco siglos de vida, los jesuitas han entregado sus dones al beneficio del hombre de cada tiempo. Han sido siempre la avanzadilla de la Iglesia, ofreciendo sanación, educación, valentía y libertad. Apostaron tan alto en el ejercicio de su misión, que debieron de pagar un enorme precio por ello. Suprimidos, expulsados, censurados…
Cinco siglos de profecía han llevado a jesuitas a cometer errores. Pero el excesivo coste, en verdad, había sido injusto. No se podía estigmatizar en su conjunto a una congregación que nació con las raíces fuertes de Ignacio de Loyola y que ha dado testigos de fe gigantescos, como Francisco Javier, Francisco de Borja o el cardenal Martini.
Por otro lado, el papa Francisco, adoptando el nombre de Francisco de Asís, el santo más amado en toda la historia de la Iglesia por querer ser pobre entre los pobres, resalta también el inmenso ejemplo de una orden que, históricamente, ha unido su sentido a sumergirse en el fango de la miseria más absoluta e intentar redimir al que sufre.
La libertad de los jesuitas y el afán franciscano de ser las manos que trabajan la viña simbolizan lo mejor que hoy puede ofrecer la Vida Religiosa. Francisco conoce la fuerza de este tesoro y, con la sencillez que traslucen sus pequeños gestos, ha impresionado al mundo desde el primer día. Es la hora de un papa testigo, de un papa que evangelice, en primer lugar, con la autenticidad de su propia persona.
En el nº 2.841 de Vida Nueva.