Seminaristas, ¿una cuestión de cantidad o de calidad?

Seminaristas, ¿una cuestión de cantidad o de calidad?

seminaristas(Vida Nueva) La actual crisis vocacional, ¿es un problema de cifras, de métodos, de testimonio…? La Gracia tiene la última palabra. José Vicente Gómez Gómez y Ángel Javier Pérez Pueyo opinan sobre esta cuestión en los ‘Enfoques’.

“No está en el número tu fuerza”

jose-vicente-gomez(José Vicente Gómez Gómez– Rector del Seminario Diocesano de Salamanca) Cuántos seminaristas son?”, es la primera pregunta que con interés se hace hoy y en cualquier parte sobre el Seminario. Y la exclamación que sigue a la respuesta suele ser siempre la misma: ¡qué pena que sean tan pocos! Pero el título de esta reflexión quiere recordar algo que ha estado siempre presente en la historia de la salvación de Dios con los hombres: “No está en el número tu fuerza, ni tu poder en los valientes, sino que eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados” (Jdt 9, 11). Y confirmando este proceder divino tan desconcertante ayer, ahora y siempre, está el mismo camino del Hijo hecho hombre que fue acogido por un puñado de existencias -¡y no muy jóvenes la mayoría!- en su nacimiento, que fue acompañado por otros pocos hermanos y hermanas a recorrer las ciudades y aldeas de Galilea, y que acabó entrando ¡sólo él! en la noche de su entrega pascual. Aunque fueran multitudes las que acudían a escucharlo y a que les curase “de toda enfermedad y toda dolencia”, luego sólo unos cuantos estaban decididos, también interesadamente a veces, a seguir su paso y pisar sobre sus mismas huellas. Hay quien dice, con acierto, que al marcharse de Nazaret, donde estuvo ¡unos 30 años! según Lc 3, 23, una sola persona se fue con él, y era su madre. 

La cuestión no es que los seminarios estén vacíos y a toda costa haya que llenarlos. En las décadas de los años 50 y 60 del siglo pasado estaban todos a rebosar. Pero entonces la vocación estaba muy mezclada con la promoción social -algo, por cierto, que tendríamos que tener realmente en cuenta a la hora de acoger y acompañar la sobreabundancia de vocaciones que están surgiendo en los países pobres y que con tanta frecuencia llaman a nuestra puerta-. A la Iglesia, en aquellos años, se nos temía y se nos necesitaba al mismo tiempo. Y por eso, a medida que los planteamientos de la sociedad iban facilitando el ejercicio de la libertad personal y fue aumentando el nivel de bienestar familiar, muchos de aquellos que llenaban los seminarios “se salieron” y otros muchos que venían después ya no necesitaron “entrar”. Ahora, más que en una época de cambios, nos encontramos, como dicen los sabios, en un cambio de época. Evangelizar el mundo que nos rodea tiene que hacerse contando, como nunca, con la admirable libertad del hombre contemporáneo. Es un tiempo para ensayar la novedad. Y la preocupación de fondo, así pues, estará no en “rellenar” los seminarios sea como sea -las directrices de los papas y del episcopado son muy claras y exigentes a la hora de establecer las pautas de admisión-, sino en facilitar un encuentro inaudito y cada vez más vivo entre la gracia del Evangelio y la libertad de los jóvenes de nuestro mundo que mantienen intactas sus profundas inquietudes de siempre. Y de ese encuentro, si nosotros, los mayores, lo facilitamos con verdad, saldrán los brotes nuevos como bellamente advierte el profeta: “No recordéis lo de antaño, no penséis en la antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?” (Is 43, 18s).

Nos toca “padecer” un tiempo extraordinario para vivir la existencia sacerdotal con las categorías de la Sagrada Escritura, que no son las del número, la eficacia o el éxito mensurable. Y es que esta novedad del momento que vivimos y de la que tanto hablamos no es cosa que se experimenta y se supera en sólo tres, quince o veinticinco años. Cuando en los documentos del Vaticano II, del que celebramos los 50 años de su convocatoria, leíamos que “el género humano se halla en un período nuevo de su historia…” (GS, 4), no sospechábamos quizá que fuesen a suceder las cosas de esta manera. Pero hoy nos encontramos en una de esas grandes encrucijadas a las que la humanidad es llevada de cuando en cuando, y necesitamos retomar con mucha hondura todos nuestros planteamientos evangelizadores y vocacionales. Se trata, más que nunca, de sembrar derrochando el Evangelio de Jesucristo. Por todas partes y a todas horas. De abocar a los jóvenes a experiencias vivas de fe. De poner a los niños y adolescentes en contacto con el fuego del amor de Cristo explicándoles su Palabra, acercándoles al Misterio eucarístico, invitándoles a realizar los gestos mismos del Señor pobre, alegre y misericordioso, e invitándoles a amar al mundo con el amor del Padre (cfr. Jn 3, 16) y del Hijo (cfr. Jn 13,1 ) que va más allá del simple “devocionismo” particular en el que hoy pueden estar tentados a encerrarse. Y seguro que surgirán entonces discípulos y apóstoles que quieran “estar con Él y ser enviados a predicar con poder de expulsar demonios” (cfr Mc 3, 14s). Porque, una vez sembrada la semilla, “el grano brota y crece, de día y de noche, sin que se sepa cómo; la tierra da el fruto por sí misma, primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga” (Mc 4, 27s). Pero, eso sí, los que escuchen su voz y se dispongan a ser “apóstoles por gracia de Dios”, serán “los justos y necesarios” según los proyectos de Él. No según los cálculos de nuestra añoranza.

Confianza en el Espíritu, no en las estrategias

angel-javier-perez-pueyo(Ángel Javier Pérez Pueyo– Sacerdote operario diocesano. Director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades de la CEE) Un año más, la fiesta de San José nos recuerda lo afortunados que somos por tener sacerdotes que nos reparten el ‘pan de la Palabra’. Aunque es evidente el descenso paulatino de vocaciones en los últimos años, resulta no menos sorprendente constatar la estabilidad e incluso el crecimiento significativo en el número de seminaristas ordenados el año pasado. En cualquier caso, las causas, que exceden al análisis de estas líneas, son diversas y complejas. Entre otras, la creciente secularización social, el ambiente familiar menos propicio o el descenso de la natalidad y del número de adolescentes y jóvenes practicantes. Con todo, se vuelve a hacer evidente que el florecimiento vocacional pasa en gran medida por el testimonio de santidad de los sacerdotes. La mediocridad no cautiva a nadie. 

Para que vuelvan a fructificar y se multipliquen las vocaciones, es necesario trabajar en la raíz misma del apostolado, es decir, en la formación de los futuros pastores. El Seminario, como señala Benedicto XVI, es un tiempo significativo en la vida del discípulo, destinado a la formación y al discernimiento. Pero, ¿cuáles han de ser las condiciones básicas que propicien ese florecimiento? Esto exige: 

  • Realizar una selección exquisita de los candidatos. Sólo con impedir que entren -comentaba el beato Manuel Domingo y Sol– “lobos” en el rebaño ya habremos hecho bastante… y daremos más consuelo al Corazón de Jesús que con la reforma de una parroquia entera. 
  • Mantener un ambiente de familia que impregne toda la vida de la comunidad. El Seminario debe ser realmente una familia donde los educadores y los alumnos tienen los mismos intereses, sentimientos y aspiraciones… donde los que guían lo hacen por amor y entre todos reina un ambiente fraterno.
  • Tener unas comunidades de referencia de vida cristiana que hagan patente la belleza de vivir el cristianismo en caridad fraterna, misión, y en torno a la Eucaristía.
  • Seguir una vida interior sincera y profunda. Claro que la adquisición de conocimientos es esencial… pero no basta, si no va acompañada de una formación del corazón y de una educación práctica para el desempeño del ministerio pastoral.
  • Tener como referencia el testimonio de vida del equipo de formadores, un referente inequívoco para los alumnos. No cabe duda de que la responsabilidad es grande pero, al mismo tiempo, resulta reconfortante constatar que si uno es coherente y vive con autenticidad su sacerdocio, lo infunde sin darse cuenta.

Pero no todo vale para llenar los seminarios. El Papa ha hablado a este respecto: “Se ha de evitar que (…), movidos por comprensibles preocupaciones por falta de clero, se omita un adecuado discernimiento vocacional y se admita a la formación específica y a la ordenación a candidatos sin los requisitos necesarios para el servicio sacerdotal”.

Con todo, algunos se pueden preguntar por qué unos seminarios están llenos y otros vacíos. No lo sé, porque me consta la competencia de sus formadores y de su buen hacer. Las leyes matemáticas, por otra parte, no siempre se ajustan a los cálculos de la Providencia. Pero más allá del número -que a menudo usamos como arma arrojadiza-, es urgente tomar conciencia de que el sacerdote no cae del cielo, con los bolsillos repletos de estrellas, sino que nace y madura en una familia y una comunidad cristiana. Que el sacerdote -aun reconociendo sus límites y fragilidades- es una bendición de Dios para la humanidad, un bien ‘ecológico’ y no un objeto ‘arqueológico’, como a muchos les gustaría.

Si de verdad queremos tener presbíteros según el corazón de Cristo -nos recuerda el Papa-, hemos de poner en primer lugar la confianza en la acción del Espíritu, más que en estrategias y cálculos humanos, y pedir con gran fe al Señor, ‘dueño de la mies’, que envíe numerosas y santas vocaciones al sacerdocio (Lc 10, 2).

Porque, en este mundo tan secularizado, la figura del sacerdote sigue siendo muy necesaria. En el mundo sigue habiendo hambre. Muchos, sobre todo ahora, tienen por desgracia hambre de pan. Otros, también tienen hambre de justicia, ternura, amor. Al parecer, el ‘pan con código de barras’ que la sociedad de consumo ofrece no termina de saciarles plenamente. Todos, aunque a veces lo ignoren o incluso lo nieguen, sienten profundamente ‘hambre de Dios’. Necesitan sentirse queridos, respetados, valorados, llenar sus vidas de sentido, de plenitud, de autenticidad, de libertad, de felicidad, de eternidad… Dones y gracias que sólo el Señor puede regalarnos ofreciéndose Él mismo como ‘pan eucarístico’ que es compartido y repartido por quienes han sido llamados a ser, por pura gracia, los ‘panaderos de Dios’.

Pero, ¿quién puede sentirse llamado hoy para ser sacerdote? Por méritos propios, nadie. Y entiéndaseme bien… Nadie debiera postularse, como algunos equívocamente creen, y llamar a las puertas de uno y otro seminario ofreciéndose. Es la Iglesia la que, por mediaciones diversas, discierne y avala en nombre del Señor a los que Él ha elegido y adornado con esta gracia. Porque el sacerdocio no es un derecho que yo pueda reivindicar. Es una gracia, y a quien se sabe bendecido con tan inmerecida dádiva, sólo le cabe acogerla sobrecogido y dejar que fructifiquen en él los dones recibidos. Y, afortunadamente, ‘a pesar de la que está cayendo’, aún hay jóvenes que descubren a Jesucristo y lo siguen.

En el nº 2.653 de Vida Nueva.

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