Un análisis sobre la segunda semana de la XIV Asamblea General
J. L. CELADA |
Hace una semana, a los pocos días de haberse inaugurado en Roma la XIV Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la Familia, uno de los prelados participantes confiaba a esta revista sus primeras impresiones y se refería al “clima de libertad” que se estaba viviendo en el Aula sinodal. A medida que han ido avanzando los trabajos, la misma fuente se reafirma en aquella apreciación inicial, aunque va un poco más allá: “Nunca como en estos dos últimos sínodos sobre la familia se ha trabajado con tanta libertad y respeto por la opinión de todos los grupos”, asegura sin dudar.
Con el discurrir de las sesiones, sin embargo, ha podido incorporar matices e ir descubriendo los “climas diferentes” que conviven en este privilegiado escenario de comunión. También está siendo testigo de la “fuerte presión mediática” a la que son sometidos, “guiada o alimentada curiosamente por los sectores más conservadores”. A su juicio, es “un grupo minoritario, pero con influencia, empeñado en no querer abrirse a las exigencias que conlleva responder desde la fe a las situaciones reales que vive la familia en el mundo”. Al contrario, “están anclados en contraponer la doctrina a la misericordia –se lamenta–, la ley a la actitud fraterna de acompañamiento a la compleja realidad que vive la gente. Por eso, promueven problemas que no están planteados en la reflexión de estos días”.
Claro que, para problema, el que ha generado la filtración de la carta enviada al papa Francisco por un grupo de cardenales, en la que cuestionan la metodología de trabajo empleada en este Sínodo, porque –según los firmantes– estaría destinada a “facilitar unos resultados predeterminados sobre cuestiones importantes que son objeto de controversia”.
Para nuestro interlocutor, la misiva, “al menos en su contenido general, tiene nombres y apellidos”. Y se atreve a citar algunos: “Parece que el australiano George Pell es la cabeza visible de un grupo de cardenales de la Curia… Además, hay algunos latinoamericanos, como Norberto Rivera (arzobispo de México) y Jorge Urosa (arzobispo de Caracas); y algunos africanos, comandados por el guineano Robert Sarah (prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos)… Los agazapados parecen ser los influyentes italianos”, confiesa con cautela.
Sí tiene más claro el padre sinodal que algunos de ellos son también los responsables de que, por los pasillos y en los descansos entre sesiones, se extienda la idea de que “el trabajo en los círculos menores es para manipular el Sínodo”. En su opinión, nada más lejos de la realidad. “El clima interno en la plenaria y en los círculos –explica– es realista y humilde, porque tiene más preguntas que respuestas, siempre con ánimo no de imponer sino de proponer”.
Dos estilos teológicos
Todo ello no le impide reconocer que, entre esos “climas diferentes” que él mismo ponía de manifiesto más arriba, hay uno que está muy presente en el día a día del Sínodo y que explicaría las posturas encontradas de dos sectores o sensibilidades eclesiales: la convivencia de “dos maneras distintas de hacer teología”. Por un lado, “una deductiva, que saca consecuencias de principios inamovibles”; y, junto a esta, “otra más en consonancia con el espíritu del Concilio Vaticano II, que parte de la realidad iluminada por la Palabra de Dios y el Magisterio para dar respuesta o, al menos, buscar nuevos medios para acompañar los logros y los problemas de la familia”.
Y aunque cada cual defiende libremente sus postulados, “hay una mayoría consciente de que no se viene a repetir doctrinas, sino a sanar heridas –se sincera esperanzado con Vida Nueva–, a ser buenos samaritanos, ofreciendo al mundo, y no solo a la Iglesia, el aire fresco del Evangelio de Jesús, que vino a buscar la oveja perdida”.
Mientras tanto, una vez concluido el estudio de la segunda parte del Instrumentum laboris, los participantes se disponen a “hincarle el diente a la tercera”. Las fechas avanzan y ha llegado el momento de “actuar, es decir, de afrontar con confianza la sinfonía de las diferencias en un acompañamiento celestial misericordioso, basado en el amor a Dios y no en el miedo a una ley que desconoce la fragilidad y la ternura de Dios para con el hombre, que solo quiere que viva en plenitud y se salve”, concluye confiado el padre sinodal.
En el nº 2.960 de Vida Nueva.
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