(Dolores Aleixandre, rscj) Me levanto tempranísimo y, sin desayunar, enciendo el ordenador para que nadie se me adelante en la web de Iberia y sacar la tarjeta de embarque de mi vuelo Santiago de Chile-Madrid. Tengo que conseguir ventanilla para volver a contemplar el espectáculo que me deslumbró a la venida: sobrevolar la cordillera de Los Andes.
Elijo la ventanilla soñada y estudio en el plano dónde cae la salida de emergencia porque hay más espacio y así podré estirar las piernas. Cuánta previsión, qué acierto, qué bien calculado todo. Subo en el avión al día siguiente: la salida de emergencia está dos filas por delante, el asiento está estropeado y no se puede reclinar, la ventanilla elegida da justo sobre el ala y por el ángulo que me permitiría ver algo, sólo distingo nubes.
Medito sobre la inutilidad de prever y reservar: la belleza de las cumbres nevadas de Los Andes que me fue regalada gratis y por sorpresa, me ha sido ocultada cuando intentaba controlarla y asegurarla. Al menos aprendo, aunque sea a regañadientes, algo de la sabiduría del Evangelio: si resulta inútil preocuparse por añadir una hora a la vida o un centímetro a la propia estatura, ¿cómo no va a serlo el intento de conseguir buen asiento en un vuelo intercontinental?
En el nº 2.651 de Vida Nueva.