(Joaquín L. Ortega) La Iglesia española acaba de estrenar la soledad en lo referente a sus economías. Se ha quedado sola con sus fieles y sus recursos. Alejada ya de las arcas del Estado y a merced de la liberalidad de los que militan en sus filas y de los que, sin militar, se fían de ella. Situación que no es otra cosa que el cumplimiento de una voluntad que constaba ya en el texto de los acuerdos Iglesia-Estado de 1979. ¡Hace casi treinta años! Ya, al filo del año 1000, Bonifacio VIII había confesado que “la Iglesia no tiene los pies de pluma sino de plomo”. ¡Qué gran verdad entonces y ahora!
Así las cosas, fuera ya de la dotación presupuestaria y de la asignación tributaria, entramos ahora en una suerte de mayoría de edad. Tiempo de valernos por nosotros mismos, que es el sino de los que deciden emanciparse. Los nuevos rumbos y el nuevo rostro de la Iglesia están siendo presentados ya al público en una amplia campaña mediática que pone al alcance de la ciudadanía no sólo las necesidades de la Iglesia sino también su ingente contribución al bien moral, religioso, social y cultural de la sociedad española. En Italia hace ya décadas que lo tienen así organizado.
Para los que creemos ha llegado el momento de apretarnos el cinturón, confesionalmente hablando. Además de ser católicos, tendremos que parecerlo. Puede que nos cueste vivir en esta intemperie, pero no tardaremos en descubrir que esa soledad tiene la envidiable contrapartida de la libertad. ¡Vaya lo uno por lo otro!