JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS, jesuita, responsable teológico de Cristianismo y Justicia |
En mi opinión, cuando se habla de reformas de la Iglesia, hay que distinguir, en primer lugar, entre reformas más urgentes y menos urgentes (que pueden no coincidir con las que más nos gustarían a nosotros).
En segundo lugar, creo que hay que distinguir también entre reformas que requerirán tiempo (quizás mucho) y otras que parecen ser de factura inmediata, con solo que un papa lo quiera. Teniendo esto presente, esbozaré el siguiente programa.
Iglesia de los pobres
La reforma más urgente en la Iglesia de hoy (aunque será una reforma lenta y constante) es que aparezca como “Iglesia de los pobres”. Si Dios se reveló en Jesús como Dios de los pobres y de las víctimas de este mundo, una Iglesia que no haga visible esa revelación será siempre infiel a Jesucristo.
El nuevo papa, en mi opinión, debería retomar y proponer a los poderes económicos de este mundo la enseñanza (tan simple como inaceptable) de Jesús: que “es imposible servir a Dios y al dinero”. Al menos, para alertar a tantos seres humanos que pretenden creer en Dios pero buscan un dios compatible con el culto al dinero que profesa nuestro mundo.
El nuevo papa, en mi opinión,
debería retomar y proponer a
los poderes económicos de este mundo
la enseñanza (tan simple como inaceptable) de Jesús:
que “es imposible servir a Dios y al dinero”.
Esta será una reforma constante y difícil, como he dicho, pero la Iglesia deberá tener muy claro y no olvidar nunca que (como dijo Juan Pablo II) aquí se juega su fidelidad a Cristo.
Reforma de la Curia romana
En segundo lugar, es muy urgente una reforma de la Curia romana, tan reclamada por el Vaticano II y que ella misma bloqueó siempre. En esa infidelidad está, para mí, una de las raíces de la actual crisis de la Iglesia.
La Curia no es el órgano director de la Iglesia, sino un instrumento al servicio de la autoridad eclesiástica que no reside en la Curia, sino en todo el Colegio Apostólico, con Pedro a la cabeza. Al revés de lo dicho en el número anterior, aquí serían posibles unas reformas inmediatas que, a mi modo de ver, son urgentes. Enumeraré algunas:
– Los miembros de la Curia deberían dejar de ser obispos, porque la existencia de obispos sin Iglesia es contraria a la más originaria tradición de la Iglesia, legislada ya en el canon 6 del Concilio de Calcedonia. La hipocresía de hacerlos titulares de una diócesis inexistente no hace más que poner de relieve la mala conciencia con que se desobedece aquí a la Tradición. Tengo datos para afirmar que esa era la mentalidad de Benedicto XVI cuando llegó a la silla de Pedro; pero la Curia se lo impidió.
– Derivado de lo anterior, Roma debería devolver a las Iglesias locales la participación en la elección de sus pastores, obedeciendo así también a toda una tradición que llena el primer milenio y que solo se quebró por la necesidad de impedir que los poderes civiles intervinieran en la designación de los obispos.
– Y en tercer lugar, deben desaparecer del entorno papal todos los símbolos de poder y de dignidad mundana que opacan la revelación de la dignidad de Dios consistente en su anonadamiento en favor de los hombres. Habría que suprimir a los llamados “príncipes de la Iglesia”, título casi blasfemo para una institución que se funda en Jesús como su piedra angular. El obispo de Roma debería ser elegido (por ejemplo) por los presidentes de las diversas conferencias episcopales, añadiendo, quizás, un grupo de religiosos y de laicos, hombres y mujeres. Esta reforma puede ser más lenta que las dos anteriores. Pero la comisión de canonistas encargados de darle carácter jurídico tiene tiempo para trabajar hasta el próximo cónclave. Y entre esos títulos de poder mundano ajenos a Cristo, el sucesor de Pedro debería dejar de ser un jefe de Estado, porque eso avergonzaría a su predecesor.
Unidad de los cristianos
Roma y toda la Iglesia deben sentir como una ofensa a Dios la actual separación de las Iglesias cristianas en contra de la voluntad expresa del Señor. Ya no es hora de acusaciones, sino de unidad.
Y aunque este es otro punto que puede ser largo, el próximo papa podría crear una especie de sínodo ecuménico (paralelo al actual Sínodo de Obispos, pero menos descafeinado que este) que convocara periódicamente a todas las Iglesias cristianas a tratar y discutir libremente los caminos hacia la unidad.
Es muy urgente una reforma de la Curia romana,
tan reclamada por el Vaticano II
y que ella misma bloqueó siempre.
En esa infidelidad está, para mí, una de las raíces
de la actual crisis de la Iglesia.
Unidad en la que pueden caber grandes dosis de pluralidad, porque la verdadera unidad no es la uniformidad de lo único, sino la comunión de lo plural. He hablado de un sínodo creado por Roma, pero igual podría ser convocado por el Consejo Ecuménico de las Iglesias, sumándose a él la Iglesia católica.
Católicos divorciados
Estas son las tres reformas más urgentes a mi modo de ver. Hay otras que ocupan más espacio en los medios de comunicación. Tienen su importancia, pero pueden no ser tan urgentes. Y, en mi opinión, es importante fundamentar bien las razones que llevan a ellas.
De entre ellas, doy prioridad en este comentario a la que me parece más fácil y que requeriría menos tiempo. Me refiero a la situación de los católicos que fallaron en su primer matrimonio y han encontrado estabilidad en una segunda unión.
Urge y es posible arbitrar una solución como la que las Iglesias orientales llaman “disciplina de misericordia” y que la Iglesia católica nunca quiso condenar (solo se limitó a enseñar que ella “no yerra” cuando no sigue ese camino).
Pero si este “no errar” podría tener sentido en los tiempos de Trento, puede que ya no tenga vigencia hoy. No se trata de contradecir para nada las razones teológicas a favor de la indisolubilidad del matrimonio. Se trata más bien de tomar en serio aquella aguda observación de Pascal: que una verdad puede convertirse en herética cuando no deja sitio a otras verdades, igualmente parciales quizás, pero cuya parcialidad no les priva de su carácter de verdad.
Roma y toda la Iglesia deben sentir
como una ofensa a Dios
la actual separación de las Iglesias cristianas
en contra de la voluntad expresa del Señor.
Ya no es hora de acusaciones, sino de unidad.
La Iglesia tiene razón al enseñar que el matrimonio es una señal (sacramento) del amor de Dios a la humanidad que es un amor fidelísimo y sin vuelta atrás. Pero (dejando estar ahora la importante consideración sociológica de que muchos sedicentes católicos se casaron sin tener ninguna conciencia del significado de lo que iban a hacer), hay que recuperar la consideración tan bíblica de que ese amor de Dios sigue en pie aun cuando la esposa haya sido adúltera o infiel. Y que Dios está dispuesto a perdonar y reconquistar y volver a llamar a la esposa que le traicionó. En las repetidas y bellas páginas de los profetas bíblicos sobre este punto, hay un fundamento teológico para esa “disciplina de misericordia”.
Revisión de la Humanae Vitae
Sin salir de la disciplina matrimonial, la autoridad eclesiástica debería tomar conciencia de que la enseñanza de Pablo VI en la Humanae Vitae no ha hallado recepción suficiente en el pueblo de Dios; y no solo en cristianos tibios sino en parejas seriamente creyentes, en presbíteros y hasta obispos de la Iglesia.
En mi humilde opinión, el nuevo papa debería convocar una nueva comisión como la que nombró Pablo VI para estudiar este punto. Es dato conocido que aquella comisión fue partidaria en un 90% de cambiar la enseñanza de la Iglesia en este punto. Pero el miedo a que ese cambio desacreditara al magisterio eclesiástico, llevó a Pablo VI a no aceptar el veredicto de la comisión.
Casi 50 años después, cabe decir que ese miedo obstinado ha desacreditado más al magisterio eclesiástico que si hubiese tenido humildad para cambiar. Y ha sido además causa de muchos abandonos de la práctica sacramental que acabaron cuajando en abandonos de la fe.
El celibato de los sacerdotes
El tema del celibato ministerial es uno de los que ocupan más espacio en los medios de comunicación. Aunque tanto en este punto como en el siguiente, comparto la reivindicación que se hace, debo añadir que al tratarlo en penúltimo lugar no lo considero tan decisivo como los dos primeros de esta lista.
Desde mi experiencia particular, debo decir que las razones que me llevan a pedir este cambio no son reivindicaciones personales, sino de atención al mayor bien de las Iglesias.
Toda comunidad cristiana tiene un derecho a (y un mandato de) celebrar la cena del Señor del que no se la puede privar por el afán de mantener una disciplina eclesiástica. Si no se quiere leer la actual crisis de vocaciones como una señal del Espíritu (porque los signos de los tiempos tienen siempre su ambigüedad), hay que decir que negar la Eucaristía a millones de cristianos por obstinación en no cambiar una ley positiva de la Iglesia es incurrir en el duro reproche de Jesús: “Quebrantáis la voluntad de Dios por acogeros a las tradiciones de vuestros mayores”.
La reforma del celibato sacerdotal
debería hacerse con suma cautela
y poco a poco, dado que el terreno es
resbaladizo, como todo el mundo reconoce.
Y como los obstinados en esta postura suelen ser amigos de lecturas literalistas de la Biblia, se les puede responder con la cita clásica de uno de los documentos tardíos denlNuevo Testamento: “El obispo sea varón de una sola mujer”… Dicho todo lo anterior, no tengo reparo en aceptar que esta reforma debería hacerse con suma cautela y poco a poco, dado que el terreno es resbaladizo, como todo el mundo reconoce.
El papel de la mujer
Last but no least. Reservo el último lugar para el tema de la mujer no porque sea menos importante, sino para que no desaparezca en los intermedios. Es tema muy importante y donde hay tareas que pueden ser más inmediatas y otras más de largo plazo.
Me parece innegable que la situación de la mujer en la Iglesia de hoy es un grave pecado estructural, que debería intranquilizar la conciencia de quien sea el próximo papa. Creo, no obstante, que hay puntos de cocción lenta y que la urgencia innegable no está necesariamente en la meta final.
El próximo papa, a mi entender, debería preocuparse por dar cuanto antes a la mujer una serie de accesos que la tradición y la misma legislación eclesiástica no les niegan: diaconisas, cargos en la Curia reformada, participación en la elección del obispo de Roma…
La cima de esta evolución sería el ministerio femenino. Roma debería comenzar por no prohibir que se hable de él y que se estudie el problema, porque eso es cerrar los únicos caminos por los que se abre paso la verdad. Creo recordar que ya en en 1976, otra comisión de teólogos y biblistas redactó un informe para el papa sobre este punto, cuya conclusión era que no se ven objeciones en la Escritura para el acceso de la mujer al ministerio eclesial.
Me parece innegable que
la situación de la mujer en la Iglesia de hoy
es un grave pecado estructural,
que debería intranquilizar la conciencia
de quien sea el próximo papa.
Aunque personalmente comparto esta opinión, puedo comprender a quienes no la comparten y podrían tener aquí una auténtica objeción de conciencia. Entre ellos estarían todas las Iglesias orientales, creando así una gran dificultad al ecumenismo que es para mí un mandamiento muy serio.
Por eso he propuesto otras veces, y lo recojo aquí, que quizás el sucesor de Pedro debería convocar a la Iglesia (y a todas las Iglesias) a un período de oración que podría durar incluso uno o dos años, en el que en comunidades contemplativas, en las misas dominicales, en la oración personal… todos los cristianos pidieran al Señor que nos haga ver Su voluntad en este punto.
Por mucho que se discuta sobre la oración de petición, soy de los que creen que cuando pedimos precisamente eso: que se cumpla Su voluntad en nosotros, manifestándonos dispuestos a aceptarla, esa oración acaba siendo escuchada. Lo que Dios más quiere es esa disposición para hacer su voluntad sin quitarnos nuestra libertad.
Huelga decir que todo lo anterior es opinión personal. Evidentemente. Acepto, pues, que unos disentirán de ella y a otros quizá les moleste o les irrite. Solo pediría que se me responda con argumentos que muestren que lo aquí dicho no obedece al Evangelio.
A la acusación fácil de que lo dicho brota solo de falta de amor a la Iglesia, puedo responder lo que hace años oí a Ratzinger y le he leído después: “Lo que necesita hoy la Iglesia son gentes que por amor a ella pongan en juego su futuro–, y no gentes que utilizan el amor a la Iglesia como plataforma para su ascenso personal”.
Y, por supuesto: no creo que con lo dicho la Iglesia dejará de tener problemas. Simplemente, será más evangélica y más fiel a su misión.
En el nº 2.839 de Vida Nueva.