FRANCISCO M. CARRISCONDO ESQUIVEL | Profesor de la Universidad de Málaga
“Que los polos terrestres se derritan no impide que el alma se congele. La temperatura sentimental experimentada por las desdichas de la población es inversamente proporcional a la terráquea…”.
La Tierra se abrasa, desde latitudes lejanas como la amazónica hasta los paraísos más cercanos. A veces son accidentes, pero las más son incendios intencionados, por intereses comerciales, por especulación, por venganza, por resquemores… En fin, pasiones propias de las aristas afiladas del espíritu. Pero no es solo eso.
A este fuego desolador –que provoca el silencio de la tierra calcinada– se une el paulatino calentamiento global del planeta, la acción lenta pero sin tregua de las industrias que arrasan con todo lo que vive allá donde se instalan y contaminan el suelo, el agua y el aire, chimeneas a modo de ciriales portadoras de una llama mortífera que ningún protocolo mundial ha sido capaz de apagar.
Por contra, el corazón humano es cada vez más frío: más egoísta, más insolidario, menos propenso a la emoción por lo auténticamente emocionante, inconmovible ante el dolor ajeno, incluso buscando el medro personal mediante gestos de un presunto altruismo (pues no olvidemos que lo ecológico también se está convirtiendo en un negocio boyante, al amparo de los mercados).
Que los polos terrestres se derritan no impide que el alma se congele. La temperatura sentimental experimentada por las desdichas de la población es inversamente proporcional a la terráquea. Es lo que tienen las leyes de la física, que son de obligado y estricto cumplimiento, sin excepción. Por eso se produce este fatídico equilibrio entre energías, más allá de las puramente mecánicas.
En el nº 2.811 de Vida Nueva.