(Alberto Iniesta-Obispo Auxiliar emérito de Madrid) Si es verdad que los árboles pueden impedir ver el bosque, ¿podría ser también que los cristianos impidan ver la Iglesia? Y no me refiero a los malos, sino inclusive a los medianos y mediocres como yo, los del montón.
Las diócesis tienen la costumbre de intercambiar sus respectivos boletines diocesanos, un verdadero libro de bastantes páginas, recogiendo oficialmente la vida de la diócesis durante cierto tiempo. En sí mismo, como es de suponer, no se trata de un trabajo ni divertido ni ameno, pero, si bien se mira, allí suele haber mucha vida humana, cristiana y eclesial, con sus fechas, sus circunstancias, sus nombres y apellidos, perfectamente identificables si quisiéramos conocerlos y buscarlos en su vivir diario.
Como grupo, tiene un nivel de medio hacia arriba en cuanto a comportamientos éticos, sociales y religiosos, y en muchos casos, contiene admirables ejemplos de entrega, generosidad, sacrificio y espiritualidad cristiana. Entonces, bien mirado, es conmovedor cada boletín diocesano, como un conjunto de ejemplos de vida cristiana edificantes, como una especie de foto de familia de una iglesia local, a su vez vinculada con la Iglesia universal del cielo y de la tierra.
Alguien, quizá, podría sospechar que todo esto pueden ser divagaciones de buena voluntad, pero sin fundamento en la vida real. Estaba yo hace unos días pensando en esta hipótesis, cuando, al hojear el último boletín que me ha llegado de una diócesis lejana, me encuentro con la fotografía de un sacerdote amigo mío, ya fallecido, que hace algunos años se confesó conmigo durante unos ejercicios espirituales, y allí descubrí que aquel cristiano, hombre frágil como todos, al confesarme sus debilidades comprobé que en toda su ya larga vida no había cometido ni un solo pecado mortal.
Tesoros ocultos, en medio del bosque de la Iglesia…