Tiempos nuevos, decisiones renovadas

papa Benedicto XVI a contraluz

papa Benedicto XVI a contraluz

JUAN MARÍA LABOA, sacerdote e historiador | ¡Cuántas lecturas se pueden hacer y se están lanzando con motivo de la renuncia de Benedicto XVI al pontificado! Detrás de ellas, ¡cuánta ignorancia y atrevimiento, cuanta ternura y desconcierto, cuánta teología mal enseñada! Como botón de muestra, una pregunta de un cristiano adulto y comprometido: “Si ha sido elegido por el Espíritu Santo, ¿cómo puede dimitir?”.

Hoy quisiera señalar un aspecto que me resulta especialmente sugestivo y prometedor. La tradición espiritual de los últimos siglos ha insistido en la paternidad permanente del Papa. Al atribuirle el título de Vicario de Cristo, implícitamente se le atribuía también el ser vitalicio.

Todo poder era frágil, temporal, inconsistente en la sociedad, menos el poder absoluto del Papa y del emperador. Cuando preguntaron a Pablo VI si la nueva norma impuesta a los obispos de presentar su renuncia al cumplir los 75 años incluía al Papa, contestó que la paternidad universal impedía la renuncia.

Por otra parte, una visión puramente espiritualista del poder supremo eclesiástico la ha unido, paradójicamente, al sufrimiento y a la cruz. Conocemos numerosos casos de personajes que, al aceptar el pontificado, lo han asumido dramáticamente tras pronunciar: “Aleja, Señor, de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

La decisión de Benedicto XVI,
una ventana a un tiempo nuevo,
me resulta de una libertad personal
y de un talante de transparencia ejemplar.

Naturalmente, si esta función estaba identificada con la cruz, un pontífice no podía renunciar a ella. De hecho, con una cierta desfachatez, el secretario de Juan Pablo II, hoy cardenal arzobispo de Cracovia gracias a Benedicto XVI, ha comentado que “de la cruz no se baja”, identificando, tal vez, el pontificado con un escenario masoquista.

Estas actitudes, comunes en un pasado no lejano, ratifican mi convicción de que se ha sacralizado peligrosamente a quien siendo nada menos que el centro de comunión de las Iglesias, no es ciertamente el sucesor de Jesucristo, y no creo que sea responsable denominarle Vicario de Jesucristo, título que, como es notorio, en los primeros siglos era atribuido a los pobres y desvalidos.

De todas maneras, hay que reconocer que la insólita decisión de permanecer en el Vaticano tras el 28 de febrero en el convento de las religiosas de clausura solo tiene sentido si se toma como una desacralización llamativa de conceptos anteriores.

Dado que no existirán dos papas ni papa y medio, sino un solo papa, Ratzinger llevará su vida simplemente como un obispo en pensión, y no como un papa en pensión ni como una reina madre. Aunque todavía resulte difícil imaginar, se trata de una llamativa manifestación de que el oficio termina en el mismo momento de la renuncia.

En este sentido, la decisión de Benedicto XVI, una ventana a un tiempo nuevo, me resulta de una libertad personal y de un talante de transparencia ejemplar. Su gesto constituye una muestra sorprendente de su sentido de responsabilidad y expresa su amor por la dimensión espiritual y auténtica de la Iglesia, pero, más aun, se trata de una decisión que tendrá consecuencias transformadoras en la vida eclesial.

No se trata de perseguir fantasmas
ni de prejuicios anticuriales, sino del
convencimiento de que parte de la Curia,
en lugar de respaldarle y ayudarle,
se ha dedicado a juegos de poder
y a luchas fratricidas.

Por de pronto, la introducción de un nuevo concepto del tiempo en función de las necesidades de la evangelización de las comunidades, y no de teologías trasnochadas o de tradiciones rancias, que debe llevar a una modernización del concepto de Iglesia, capaz de corresponder a una sociedad tan distinta. Ojalá sea también la ocasión de cambiar la imagen geriátrica que ofrece nuestra Iglesia a un mundo joven en permanente renovación.

Esta dimisión manifiesta también la urgente necesidad de cambiar, transformar y modernizar el sistema de gobierno central de la Iglesia. No cabe duda de que el Papa ha revelado con su gesto su soledad, su debilidad política, el hecho de haber sido abandonado por buena parte de los personajes cuya única razón de ser es ayudarle en su función eclesial. No ha sido capaz de cambiar la situación y ha pasado el testigo a su sucesor.

No se trata de perseguir fantasmas ni de prejuicios anticuriales, sino del convencimiento de que parte de la Curia, en lugar de respaldarle y ayudarle, se ha dedicado a juegos de poder y a luchas fratricidas.

Por estas razones, creo que, con esta decisión, Benedicto XVI ha puesto el colofón a su magisterio pontificio.

En el nº 2.836 de Vida Nueva.

 

ESPECIAL BENEDICTO XVI RENUNCIA

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