(Jesús Sánchez Adalid– Sacerdote y escritor)
“Decía san Agustín: “Se cansa uno de un alimento, de una bebida, de un espectáculo; se cansa uno de esto y de aquello, pero nadie se cansó nunca de la salud (…) de idéntica manera, tampoco allí producirá cansancio la caridad, la inmortalidad o la eternidad”
La Pascua tiene que ver con lo inconcebible; con algo que nuestros sentidos no alcanzan. Por eso su realidad extraordinaria nos sale al encuentro todavía sólo a través de la Palabra. Los evangelistas tuvieron que traducir lo incomprensible a los idiomas usados por la gente. Y no se puede describir -mucho menos explicar- la resurrección de Jesús. Porque hay cosas que no se pueden traducir a ningún idioma. Según los relatos del Nuevo Testamento, el ojo humano no vio la Resurrección en sí; ninguno de los discípulos aseguró haber percibido -no digamos entendido- la manera y naturaleza del acontecimiento. Nadie estuvo presente. Habría sido muy fácil para ellos, o para sus sucesores inmediatos, llenar ese vacío escandaloso con adornos imaginarios: por ejemplo, un escenario apocalíptico, con impresiones descomunales y un impacto de proporciones cósmicas. Pero, precisamente porque ningún evangelista se atrevió a mejorar ni embellecer algo que no habían visto, todo aquello gana en veracidad. Aun resultando inconcebible.
No queda más remedio que acudir a los símbolos: el del fuego en la iglesia oscura; la luz del cirio pascual o el agua de la fuente, oasis que representa la salvación en medio del desierto… Todo esto nos trae a la memoria una realidad renovadora, exultante y definitiva. Decía san Agustín: “Se cansa uno de un alimento, de una bebida, de un espectáculo; se cansa uno de esto y de aquello, pero nadie se cansó nunca de la salud. Así, pues, como aquí, en esta carne mortal y frágil, en medio del tedio originado por la pesantez del cuerpo, nunca ha podido darse que alguien se cansara de la salud, de idéntica manera, tampoco allí producirá cansancio la caridad, la inmortalidad o la eternidad” (Sermón 299 B,2). La Resurrección, con toda su fuerza espiritual, como una intuición íntima, está escrita en nuestras almas. Y el ojo del corazón, el ojo de la fe, sabe leerla e interpretarla. Explicarla es otra cosa…
En el nº 2.656 de Vida Nueva.