JOSÉ LUIS CELADA | Redactor de Vida Nueva
“Ha llegado Francisco y, con él, un aire de optimismo. Su sola presencia ha barrido de golpe siglos de eurocentrismo y de clericalismo…”.
Hace ya ocho siglos, el hijo de un rico mercader de Asís irrumpió en la sociedad medieval de la época desafiando las tutelas feudales, rechazando cualquier vasallaje y renunciando a señoríos temporales. Apenas ocho días atrás, un hijo de san Ignacio, recién elegido papa, adoptó el nombre de aquel joven “revolucionario” de la Umbría: Francisco. El mismo que en un recóndito oratorio de su pueblo oyó la voz del Señor: “Ve y repara mi Iglesia, que amenaza ruina”.
En su primer encuentro con la prensa como sucesor de Pedro, el argentino Jorge Mario Bergoglio desveló que, confirmada la noticia de su elección, en la propia Capilla Sixtina, el cardenal brasileño Cláudio Hummes –un “gran amigo” y franciscano, para más señas– le susurró al oído: “No te olvides de los pobres”.
Muchos hemos querido ver –y oír– también en ese gesto un soplo del Espíritu, viniéndole a recordar aquellas palabras que el Poverello escuchó del Cristo de San Damián. Como entonces, este Francisco se enfrenta a un orden social y eclesial que agoniza, víctima de viejos hábitos y nuevas servidumbres.
La Iglesia persiste hoy en la dudosa misión de evangelizar “a golpe de sacramento”, con un lenguaje alejado a menudo de la realidad, mientras creyentes y no creyentes solo añoran el testimonio del discípulo.
Benedicto XVI nos previno contra los peligros del relativismo, del laicismo y de otros tantos ismos que atentan contra la libertad y la dignidad del ser humano. Se necesitaba alguien que transformara esas amenazas en oportunidad, decidido a purificar a la propia Iglesia de peajes mundanos y espiritualismos vacíos. Ha llegado Francisco y, con él, un aire de optimismo. Su sola presencia ha barrido de golpe siglos de eurocentrismo y de clericalismo.
Ojalá podamos escribir algún día que su ministerio puso fin al narcisismo de una institución llamada a ser fraternidad y escuela de ternura y servicio. Sería el mejor homenaje posible al Hermano universal, al hombre que nos enseñó dónde está “la verdadera y perfecta alegría”: en la humildad y la paciencia. De la primera, el nuevo papa ya ha dado sobradas muestras. Ejercitemos ahora con él la segunda. No nos arrepentiremos.
En el nº 2.841 de Vida Nueva.