PEDRO RODRÍGUEZ PANIZO, profesor de Teología en la Universidad Pontificia Comillas | Llega el verano y, con él, el tiempo libre de las vacaciones. En nuestros días, poder disfrutarlas supone el privilegio de tener trabajo. Cuántas personas padecen el ocio permanente de carecer de una ocupación con la que ganarse dignamente la vida, y viven el tiempo en la incertidumbre, la angustia y el desamparo. Y cuántas personas, que tienen la suerte de trabajar, no pueden permitirse unas merecidas vacaciones porque tienen varios hijos y no les llega el dinero, prefiriendo sacrificar las suyas y que sean ellos los que las disfruten en algún campamento de los múltiples que se organizan en estas fechas del año. Por ello, una reflexión sobre el sentido cristiano del ocio debe comenzar siendo conscientes de esa realidad, haciéndonos más humildes y agradecidos.
El cristiano vive de la confianza en la profunda verdad que expresa el final del Evangelio según san Mateo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (28, 20). Sabe que el misterio pascual ha supuesto la apertura y la redención del tiempo y, por tanto, es criatura, no un dios de la antigüedad al que se deba temer trágicamente. Lo que libera de querer acumularlo solo para uno, como si –teniendo mucho– fuéramos a detener la ley de que todo comienza, dura y termina, o estuviera en nuestras manos añadir un codo a nuestra estatura o superar por nosotros mismos nuestra condición finita.
El tiempo no es un absoluto, pero que nuestra vida discurra entre el nacer y el morir, dota a esta de máxima seriedad, de modo que cada minuto, cada instante es una ocasión propicia para el bien, para la búsqueda de la verdad, para la donación de nuestro tiempo a los demás.
“El tiempo de ocio y vacación,
necesario para el equilibrio de la vida humana,
no está dejado de la mano de Dios,
sino acompañado por su presencia, redimido de convertirse
en un absoluto que nos tiranice”
Tampoco el tiempo de ocio y vacación, necesario para el equilibrio de la vida humana, está dejado de la mano de Dios, sino acompañado por su presencia, redimido de convertirse en un absoluto que nos tiranice. También aquí la revelación cristiana supone un ámbito de libertad sin precedentes. Anima a no desesperarse si no se puede salir de viaje o cambiar de aires.
Dota de creatividad para llenarlo de contenido: es una invitación a un trato más holgado y gratuito con Dios, menos marcado por las prisas y los horarios; a la lectura reposada y meditativa; a la contemplación de la naturaleza o el arte; al compromiso con nuestro prójimo; a sacar lo mejor de nosotros mismos, al recuperarlo en esa morada que le permite nuestro cambio de ritmo y la invitación evangélica a dar una medida generosa, rebosante y alegre.
La presencia de Dios libera del agobio: “Tú, que en el aprieto me diste anchura” (Sal 4, 2); a lo que podríamos añadir, “espacio y libertad”. Y cuando no se está agobiado, se puede tener la resonancia suficiente para que la maravilla de lo real se convierta en una invitación al pensamiento, al reconocimiento de la belleza, al asombro y al compromiso personal con el Bien.
Este verano puede ser una ocasión que no debemos dejar pasar, para experimentar la verdad de lo que la fe cristiana ha supuesto en la vivencia del tiempo libre.
En el nº 2.762 de Vida Nueva.
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