(Juan Rubio– Director de Vida Nueva)
Dos experiencias recientes con sabor a Pascua. Cada una procede de una eclesiología distinta y hasta, si me apuran, adversa; con esa adversidad que descuaja a quienes buscan una Iglesia plural, rica, variada, multiforme, asentada en Cristo Resucitado que derrocha vida y no tristes rostros instalados en la mediocre uniformidad. Una de estas experiencias está muy en entredicho y, además, muestra una estética rancia, aunque no es el hábito lo que hace al monje. Huelen a rancios, según algunos, aunque para otros son la esencia del evangelio primitivo. Ahí están, en medio de las dificultades, entre dedos acusadores e intrigas palaciegas, atendiendo a los pobres y enfermos que nadie cuida en el corazón de muchas ciudades. Sus detractores quizá no sean capaces de limpiar la mugre que ellos limpian con la única fuerza de una fe que los hace callar contra las calumnias. La otra experiencia es del otro lado. Sin hábito, sin leyes ni comedias. Es una experiencia de fe en la miseria de África, entre luchas tribales, con la fuerza de la justicia y del amor. Esta experiencia sigue en pie aunque encuentre desaforados vituperios, acusaciones y desdenes. Viven entregados a los famélicos niños de las hambrunas africanas, sacando de la enfermedad y del olvido a muchos. Son gentes vituperadas por decir y vivir en la verdad. He visto mofarse de ellos a castos y puros cristianos que iban corriendo al templo. He visto cómo los acusan y detestan. Olvidan los acusadores que estas experiencias son largas anochecidas de Viernes Santo que atisban alboradas de Pascua en los filos de la entrega amorosa, cuando desparece todo y va quedando el alegre sabor del evangelio de las obras.
Publicado en el nº 2.656 de Vida Nueva (del 18 al 24 de abril de 2009).