PEDRO ALIAGA, trinitario e historiador | En mis primerísimos paseos entre las antigüedades romanas, me sorprendió ver un enorme grafito, hecho por algún desaprensivo, nada menos que sobre un lienzo de las murallas aurelianas, muy cerca de la Puerta Latina. Mi sorpresa no estribaba tanto en el lugar donde se ubicaba, sino en que se trataba de un presunto insulto dirigido a Giovanni Battista Montini, sobreviviente después de casi tres lustros de la muerte de Pablo VI. [Siga aquí si no es suscriptor]
A estas alturas, casi me he habituado a una cierta antipatía de las generaciones romanas más viejas hacia su nombre, normalmente por nostalgias populares de la espectacular pompa pontificia; pero me cuesta acostumbrarme a esa especie de indiferencia, si no olvido, con que Pablo VI va quedando cada vez más adentro de esa tumba de las criptas vaticanas en que sus restos están en contacto con la tierra, en obediencia a su última voluntad.
Y casi me imagino a Pedro, el pescador de Galilea, que en las noches de las criptas y mientras repasa redes a la luz de las mortecinas velas, comenta a los sucesores que junto a él han quedado que ahora se vuelven a ver por allí más turistas que peregrinos, que se oyen más pies que rodillas…
Será verdad que el proceso de beatificación del papa Pablo VI se inició ya hace unos años, pero me da la impresión de que sus anales se van escribiendo lejos de los centros del entusiasmo de eslogan y de las previsiones del fervor popular. Su figura fue para muchos la del solitario monólogo de una tragedia, y quizás no estén los tiempos para contemplar las obras maestras de los dramaturgos, que hoy aburren con la voz del espíritu humano en sus combates más recios.
Y sin embargo, a medida que el tiempo nos separa de la persona de Pablo VI, su figura aparece más espléndida, su vida más digna de atención, más inspirada su doctrina en razón no solo de sus contenidos, sino también de su pensamiento y de su estilo, en trabazón armoniosa que fue no solo una elegancia de su persona, sino también parte del madero de su cruz (y es motivo de estupor para el historiador lo poco que se piensa hoy en si hay algo de relación entre el pensamiento de Pepe y la encíclica de Pío, siendo Pepe y Pío la misma persona, cosa que no hay que dar por descontada en un papa, tema sabroso y escabroso del que hablaremos otro día).
Pablo VI aparece tocado por la Gracia en un momento crucial de la vida de la Iglesia… Pocas veces, en los tiempos modernos, el magisterio petrino se ha hecho de tanta fe personal del papa, una fe mensurable en decisiones tomadas con la responsabilidad de un auténtico creyente según el estilo de san Pablo, convencido de la libertad y de la responsabilidad solidaria de quien ha sido hecho apóstol por la gracia que Dios le dio.
Pablo VI guió con la personalidad de Pedro el Concilio que Juan XXIII intuyó de lejos. Conoció la subida al monte en una época de optimismo mundial y eclesial, y supo lo que es bajar de la cumbre de las alegrías al desierto en una segunda época de su papado, la más larga, rodeado de incomprensiones, críticas y renuncias, de los unos y también de los contrarios, lanzando al viento la voz de Pedro, que confesaba en medio de borrascas la fe de la Iglesia en Cristo.
Pablo VI era Juan Bautista, que quiso hacerse pequeño para que los oropeles del Papado no deslumbraran los ojos de quienes querían ver a Cristo. Salió al encuentro de los hombres, convencido de que un cristiano es una encarnación, diminutiva, sí, pero también trascendental y única, donde Dios se encuentra con lo humano.
Lejos de dedicarse a sus problemas, la Iglesia salió con el papa Pablo VI al encuentro de la unidad, consigo misma, con los separados por rencillas de un largo caminar; se acercó noble, pobre, sabiamente, al mundo del trabajo, de los jóvenes, de los artistas, de los intelectuales, al mundo de las pobrezas, de la política, queriendo llevar la presencia de Cristo a la realidad de este mundo.
Signo de Cristo
El mundo ha cambiado (¿o no?) desde 1978. La Iglesia ha cambiado (¿o no?) desde aquellos días de agosto en que también un aire de la tarde hojeaba las páginas de un evangeliario que cubría un ataud pontificio…
¿Dolerá menos a Cristo el insulto de los grafitis que el olvido de su Gracia? Es la pregunta que me hago, como cristiano, en esta tarde en que he vuelto de San Pedro, de cumplir con las devociones de mi memoria y de mi afecto ante las tumbas donde yacen sus vicarios. Quizás Montini fuera más signo que vicario. Signo de Cristo.
No me preocupa tanto la insulsez de quienes hoy llaman “gestos folclóricos” los de Pablo VI (aquellos gestos tan solemnes, tan bellos, tan significativamente inteligentes y profundos, llenos de una poesía que, por una vez, fue capaz de hacer caer muros seculares de incomprensión y de hostilidad, haciéndonos descubrir hermanos). Me preocupa más que la alusión al folclore (hecha al compás de contemporáneos ‘bordados richelieus’ que se sacan de los museos, deliciosa incongruencia para los estudiosos de la esquizofrenia) la oyera en un contexto de diálogo ecuménico que, por cierto, a todos nos parece estancado en remansos de protocolo.
Y me pregunto si a un cristiano de hoy le está permitida la amnesia del conocimiento y del agradecimiento, a la par que barrunto, ante la soledad del sepulcro de Pablo VI, de su nombre y de su memoria, si el rol del papa puede medirse por consensos en torno a cada figura (no digo ya de fuera, sino de dentro de la Iglesia); por qué la cruz de Cristo tomada responsablemente por un discípulo es motivo de soledades; si las tentaciones de la Iglesia, como las de su Maestro, siguen siendo las de pensar en sí misma más que en los hombres a los que se debe; si la inteligencia que ama no se merece mejores pedestales; por qué tantos de los mejores cristianos no se merecen una lágrima ante su epitafio, una sonrisa ante su amistad, una oración ante sus aureolas; por qué sus mensajes resultan tan molestos (o tan incomprensibles para la superficialidad) que ni siquiera sus nombres son bandera discutida en nuestros bandos. Que el problema no es quién reclama hoy, como suyo, a Pablo VI, sino quién podría reclarmarlo… ¡Inédita grandeza!
En otros tiempos se contaba la anécdota de que, cuando niños del siglo XIX aclamaban con vivas a Pío IX, espoleados por los sentimientos románticos y políticos del “Papa prisionero”, Don Bosco les decía: “No digáis ‘viva Pío IX’, sino ‘viva el Papa’”. No está de más recordarlo en nuestros días, en que la adhesión al Papa parece tarjeta de visita para presentar un currículo o pañoleta que aventar al aire.
¿Y a qué viene todo esto, si ni siquiera hay de por medio un aniversario que justifique una memoria, ni una proclamación que mueva un aplauso? Porque la rosa de un recuerdo no es obligatoria ni oportuna, solo se da cuando el corazón tiene sus razones. Y la Iglesia debe su rosa a Pablo VI. Solo soy un fraile que ha querido recordárselo.
En el número 2.770 de Vida Nueva