JOSÉ ÁNGEL LÓPEZ | Profesor de Derecho Internacional Público de la Universidad Pontificia Comillas
La sentencia dictada el pasado 24 de marzo contra Radovan Karadzic –el líder político de los serbios de Bosnia durante el conflicto que anegó Bosnia-Herzegovina entre 1992 y 1995– tiene una importancia relevante en varios aspectos.
En primer término, pone fin a un proceso judicial contra el principal responsable político de las operaciones de “limpieza étnica” en territorio bosnio, cuyo objetivo era la formación de espacios étnicamente homogéneos en los que la población musulmana fuese, mediante la eliminación o la deportación masiva, erradicada a favor de la población serbia.
En segundo lugar, la sentencia de 40 años considera probados diez de los once cargos de los que fue acusado: crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y uno de los dos delitos de genocidio.
El Tribunal Penal para la antigua Yugoslavia –creado ad hoc por el Consejo de Seguridad de la ONU para juzgar este tipo de crímenes contra los derechos humanos fundamentales– ha considerado insuficientes las pruebas que le vinculaban a matanzas similares a la realizada en Srbrenica en municipios como Foca, el corredor de Prijedor, Vlasenica, Bratunac o Zvornik.
Un tercer rasgo es que estamos solo ante el segundo caso, aunque parezca extraño después de 20 años de labor de esta Corte, en el que se ha conseguido probar el genocidio. El precedente lo tenemos en el caso Krstic –comandante serbio del Cuerpo del Drina que tomó Srbrenica junto con Mladic–, sentenciado en 2001 a 46 años.
Un cuarto elemento nos remite al desaparecido Milosevic, que estaba acusado también de las mismas tres categorías de crímenes que Karadzic, en calidad de máximo responsable político serbio en Belgrado. Sin olvidar que, el brazo ejecutor de la orgía sangrienta desatada en este calificado como generocidio, el general Mladic, está en la actualidad siendo procesado por estos acontecimientos. Una quinta reflexión nos remite a la tremenda dificultad probatoria de la intención genocida, más allá de la práctica de episodios genocidas u operaciones de limpieza étnica.
La eliminación sistemática de un grupo étnico, religioso, político, lingüístico o nacional ordenado por unas autoridades políticas de un gobierno parece haberse dado en los conflictos que acabaron con la extinta Yugoslavia. Sin embargo, la Corte Internacional de Justicia consideró en una sentencia de 26 de febrero de 2007 que Serbia no era responsable –ni los órganos de su Estado– de genocidio en Srbrenica, desestimando la demanda presentada por Bosnia en 1993 por intento de exterminio de su pueblo.
Hay que recordar las más de 200.000 víctimas mortales del conflicto bosnio, las más de 8.000 del episodio de Srbrenica, la sistemática violación de mujeres como arma de guerra y de “limpieza étnica” y el ensañamiento en la destrucción “del otro” propio de los nacionalismos xenófobos y excluyentes.
Estos acontecimientos propiciaron la creación en 2002 de la Corte Penal Internacional con vocación de jurisdicción universal en estos crímenes de especial gravedad. La renuencia a someterse a la misma de potencias como Rusia, EE.UU., Israel, China, Corea del Norte o Cuba, nos hace reflexionar sobre la vocación real de la lucha contra la barbarie de determinados estados. En tiempos tan convulsos como los actuales, donde los discursos y las actitudes de odio hacia la encarnación “de lo diferente”, están tan presentes, sentencias como la de Karadzic nos reconcilian con la asunción de las responsabilidades individuales. Las de los estados y las organizaciones internacionales parece que tendremos que seguir luchando para conseguirlas.
En el nº 2.982 de Vida Nueva
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