(Pedro Langa Aguilar, OSA) El 4 de septiembre, con ocasión del centenario del cardenal Johannes Willebrands, el Archivo de su nombre, la Facultad de Teología católica de Tilburg y la Universidad católica de Lovaina celebraron en Utrecht una conferencia internacional con asistencia de ilustres ecumenistas y presentación de dos volúmenes del Diario escritos entre 1958-65, años en que llevó a cabo misiones secretas en los Países del Este para calmar a obispos católicos opuestos a la declaración de libertad religiosa.
Trabajó en este documento junto a Bea, y en los de ecumenismo, religiones no cristianas y divina Revelación, y puso en marcha iniciativas múltiples entre católicos y acatólicos, abriendo manos y corazón al anglicanismo, la Federación Luterana Mundial y el Consejo Ecuménico de Iglesias, de cuyo primer secretario general y paisano, Visser’t Hooft, fue gran amigo. Por él sabemos que Barth se estudió los textos conciliares en un mes, que el De libertate no le gustaba y que, a su juicio, el mejor es Ad gentes.
Invitado a Upsala, preparó la visita del doctor Fisher a Juan XXIII, llevó el mensaje de Pablo VI a la X Conferencia de Lambeth y acompañó hasta Patrás al portador de la reliquia de san Andrés, purpurado Bea. Le cupo la suerte de leer, en francés, el texto de abolición de las excomuniones Roma-Constantinopla y, a raíz de su encuentro con el metropolita Nikodim, que alguien se empeña en atribuir al cardenal Tisserant, fue el primer eclesiástico en viajar a la Unión Soviética después de 1917 –no Casaroli, como tantos escriben– para recabar el envío de observadores rusos al Concilio. Cuando Nikodim murió en brazos de Juan Pablo I, supo acoger en la iglesia de Santa Ana del Vaticano, regentada por los agustinos, a la delegación rusa venida para el traslado de los restos y volar luego con ella hasta Leningrado para las exequias.
Ninguna frase más definitoria de su papel en la liberación de Slipyj que ésta del secretario particular de Juan XXIII, Loris F. Capovilla: “Monseñor Willebrands ha prestado un óptimo servicio desde todos los puntos de vista”. Horas aquellas de una Ostpolitik emergente, aunque sus viajes nunca tuvieran carácter diplomático, función de Casaroli, sino sólo “religioso, teológico y ecuménico”.
Ayudó mucho a Pablo VI en los encuentros con Atenágoras, Dimitrios I, Shenouda III y el Dr. Ramsey. En la V Asamblea de la Alianza Luterana Mundial (Evian, 1970) abogó por un tímido paso hacia Lutero, lo que indignó a personalidades influyentes de la curia romana, pero sus palabras, lejos de ninguna concesión, facilitaron más bien el que Juan Pablo II destacase luego el “profundo sentimiento religioso” del Reformador. Encabezó, cuando el Milenario de Rusia, una de las dos delegaciones de la Santa Sede, y como presidente de la Comisión de Relaciones Religiosas con los Judíos, propició la reconciliación sobre la que trabajaría más tarde Juan Pablo II, y de la que hoy somos deudores. La histórica visita papal a la sinagoga de Roma (1986) abrió un clima de confianza judeo-católica que él aprovechó para anunciar en agosto de 1987 su intención de escribir un documento sobre la Shoah, inmediatamente respaldado por Wojtyla, pero cuya publicación, pese a los buenos propósitos, terminó provocando alborotos a la vez que adhesiones. Ante el incidente Weiss (rabino de Nueva York y líder de quienes asaltaron el convento carmelitano de Auschwitz para forzar su abandono), visto el feo cariz de las cosas, el Vaticano hubo de terciar con una declaración pública de Su Eminencia que resultó definitiva.
El holandés errante
Se le conocía en Roma como el “holandés errante” por lo de sus viajes. Para la Iglesia católica, en realidad, fue un lujo y sus escritos prueban que del oficio hizo virtud. “Sin el trabajo previo del animoso ecumenista católico Willebrands –precisa en sus Memorias Hans Küng–, hubiera sido imposible llegar tan rápidamente a un Secretariado para la Unidad”. Fuera o no frío como el mármol (P. Arranz), lo cierto es que su persona irradiaba siempre sencillez y simpatía, aparte de amor eclesial y fineza de espíritu. Ni el Vaticano ni la diplomacia de sus monseñores encerraban secretos para él.
Aún me parece verlo caminando algunas tardes por la plaza de San Pedro. Detrás de sus gafas blancas danzaba la llama viva de unos ojos hechos a tanta luz ecuménica, poniendo en el entorno una nota de señorío y distinción. Los foros unionistas saludaron siempre con júbilo su presencia, compuesta, una y otra vez, de oportuna palabra, fecunda pluma y sabio silencio. De esto y más, naturalmente, ha tratado el homenaje de Utrecht.
En el nº 2.677 de Vida Nueva.