(Manuel Pérez Artacho– Málaga) Nuevamente me han llenado de profunda tristeza las noticias aparecidas en los medios que hacen referencia al escándalo de los sacerdotes irlandeses acusados de abusos sexuales a niños. Ciertamente que no han sido los primeros y me temo que no serán los últimos. Comprendo que el papa Benedicto XVI esté profundamente afligido. Ahora –según anuncia Vida Nueva– va a escribir una carta pastoral a los fieles de Irlanda en la que “indicará claramente las iniciativas que deben tomarse para enfrentar esta situación” y cómo desarrollar “estrategias eficaces y seguras para evitar que se repitan”.
Con todo mi respeto, por supuesto, me parece que todo esto no es más que dar palos al aire, porque la razón de estos crímenes tiene una raíz mucho más profunda, que año tras año, y pontífice tras pontífice, no se quiere abordar. Y es la obligación impuesta en la Iglesia latina –sólo en la Iglesia latina– a todo aquel al que Dios llama a su servicio en el ministerio sacerdotal, a vivir en celibato. Ya Juan Pablo II, en alguna declaración, afirmó que él sabía que un día habría sacerdotes casados, pero que no sería durante su pontificado.
No existen estos escándalos ni en la Iglesia ortodoxa ni en las protestantes. ¿Por qué sí en la católica? Sencillamente porque ellos tienen ordenadas y satisfechas su afectividad y su sexualidad a través del matrimonio, que, además, es un sacramento.
La sexualidad y la afectividad son dones que pertenecen a la misma naturaleza humana y ninguna ley ni imposición podrán extinguirlas.
La moral clásica eclesiástica siempre ha puesto su fundamento en la ley natural, y la propia ley natural exige la afectividad y el ejercicio de la sexualidad. Lo contrario es ir contra natura.
Es cierto que siempre habrá sacerdotes célibes en la Iglesia de Dios, pero serán “aquéllos que han recibido el don. El que pueda enterderlo, que entienda” (Mt. 19, 11-12). Pero nunca por la imposición a todos. Y san Pablo es claro en 1 Cor 7,9: “Ahora que si no pueden guardar continencia, que se casen. Mejor es casarse que abrasarse”. Estos pobres hombres se abrasaron en su concupiscencia. Ninguno pudo prever el día de su ordenación que sería capaz jamás de cometer estas aberraciones. Son más dignos de compasión que de castigo.
Sólo Dios conoce la cantidad de barbaridades que se han cometido en la historia de la Iglesia por mor del celibato obligatorio. Y el terrible sufrimiento de muchísimos sacerdotes por ser fieles a su promesa.
Es posible que alguien se cuestione por qué son los niños las víctimas de estos desaguisados. Y la razón es muy sencilla: porque son criaturas inocentes. Una persona mayor no se dejaría nunca atacar en este sentido.
Pero esta situación no puede prolongarse más tiempo. El pueblo de Dios admite hoy claramente que pueda haber sacerdotes casados. E, incluso, lo aplaudirían para que puedan comprender mejor la vida familiar y sus problemas. La misma Iglesia admite hoy sacerdotes casados que provienen del anglicanismo.
¿Por qué no atajar de una vez estos problemas en su raíz?
En el nº 2.694 de Vida Nueva.