El relato evangélico del nacimiento de Jesús en Belén nos recuerda que aquel niño envuelto en pañales ha venido a traer paz a la tierra. El mensaje, puesto en boca de un ejército celestial, no es tan inocente como parece. En aquellos tiempos y en esas comarcas la palabra paz no era una expresión vacía, estaba cargada de un significado político muy concreto: la paz era el fruto del triunfo del emperador sobre todos sus enemigos, era el César con sus ejércitos el que imponía y garantizaba la paz.
Tampoco es casual que ese nacimiento ocurriera cuando se está realizando un censo. Aquellos censos permiten conocer la cantidad de hombres con que el emperador cuenta para la guerra y sirven también para calcular la mano de obra disponible; a partir de esos datos se establecen los impuestos que se cobran a cambio de la paz que aquellos ejércitos “garantizan”. Si leemos atentamente descubrimos que en estos textos se está diciendo que cuando el imperio hace sus cuentas para conocer su poder aparece en Belén otra fuerza, otra manera de establecer la paz.
Ese relato que para muchos se ha convertido en una escena bucólica destinada a despertar los mejores sentimientos de “amor y paz”, contenía un mensaje cifrado y desafiante destinado a alterar aquel orden establecido a fuerza de conquistas militares. También hoy esos textos encierran un mensaje que amenaza esa concepción del orden y de la paz.
A los relatos bíblicos los podemos leer literalmente, o en serio. Podemos quedarnos en la superficie y extraer algunas consignas morales para transmitir a los niños, o atrevernos a profundizar en esos poderosos mensajes que se esconden entrelíneas. No es casual que desde hace dos mil años esas escenas conmuevan y sorprendan; a través de imágenes simples y relatos fáciles de memorizar, los autores bíblicos inmortalizaron verdades que, como semillas, solo necesitan una tierra fértil en la cual germinar.
¿Qué paz?
El imperio imponía la paz con sus armas, la “pax romana” se conquistó sometiendo a los enemigos externos y sofocando con violencia cualquier atisbo de rebelión. No era ese el significado de la palabra ‘shalom’, que estaba en los labios del pueblo judío. Para ese pueblo elegido por Dios la verdadera paz no se lograba a través de la violencia sino que se conquistaba ¡los sábados! Sí, era deteniendo el ritmo de la vida un día a la semana, para la oración y la meditación de la Ley, cuando se alcanzaba la sabiduría que permitía una vida serena y armoniosa, una tranquilidad interior y un equilibrio social.
Lo había anunciado el profeta Miqueas varios siglos antes: “Y tú, Belén de Efratá, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti nacerá el que debe gobernar a Israel … Él se mantendrá de pie y los apacentará … ¡Y él mismo será la paz!” Serán los magos de Oriente quienes entenderán el mensaje que no pueden descifrar los reyezuelos judíos que gobernaban para el imperio mientras disfrutaban la “pax romana”; serán los pastores los que percibirán la señal escondida en “el niño envuelto en pañales”. Será María la que entrega al mundo al “Príncipe de la paz” porque no se queda en la superficie de los acontecimientos sino que “guarda estas cosas en su corazón”.
Dos mil años después celebramos en estos días la Navidad y la Jornada Mundial de la Paz. Que las palabras no nos engañen, ¿qué paz? ¿la de los frágiles equilibrios militares? ¿la que se establece con la fuerza y consolida las injusticias? Urge volver a encontrarnos con aquellos textos sagrados y dejarnos interpelar por ellos. Si no aceptamos ese desafío y permanecemos en la superficie del mensaje del pesebre, entonces nos seguimos distrayendo con un relato para niños muy alejado de la alegría del Evangelio. Solo necesitamos detenernos y volver a escuchar con el corazón aquello que ya sabemos de memoria. Entonces, “¡Él mismo será la paz!”.