35 años después tiene algo que decirnos la carta ‘Mulieris dignitatem’


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Estamos en días en los que, en México, América Latina, Europa y otras latitudes se celebra el Día de la Madre: una fecha que antiguamente era la que ponía en relevancia a la mujer en la sociedad; sin embargo, en medio de los cambios culturales que se van viviendo, sabemos que van surgiendo más fechas para destacar a la mujer, su rol, su papel, su figura.



Y si bien es cierto que en el origen de la celebración del Día de la Madre la Iglesia no ha tenido un papel fundador, sin embargo – como suele hacerlo – ha asumido esta celebración cultural para hacerla suya también. Porque la Iglesia tiene también una palabra, no sólo sobre la Madre, sino sobre la Mujer: una palabra que no es propia, sino que es inspirada en la Palabra de Dios y que busca ofrecerle a la mujer algo más que frases bonitas. Por eso san Juan Pablo II hace 35 años, al final de Año Mariano (1º de enero de 1987 – 15 de agosto de 1988) y tras la realización del Sínodo sobre la vocación y misión de los laicos, quiso proponer a la Iglesia y al mundo una carta, cuyo contenido fue redactado de una manera especial mediante el método contemplativo.

De esta manera, san Juan Pablo II quiso invitar a mirar a la Mujer en su realidad más íntima: mirarla como Misterio. Así, en una cultura donde se suele hablar desde las ideas, pero no desde la experiencia de la contemplación, mirar a la Mujer no como un objeto, como un ser biológico más o como un simple “género”, sino como un Misterio que nos invita a ser contemplado y descubierto, es un reto inacabado del cual esta carta es una auténtica iniciación en la totalidad de su introducción y de sus ocho capítulos.

Dios y la Mujer

Aquel pastor de cuya pluma y corazón habían salido ya para aquel entonces su libro “Amor y Responsabilidad”, así como las denominadas catequesis sobre “la Teología del Cuerpo”, a lo largo de las páginas de esta carta destaca sobre todo aquellas singularidades que resaltan en toda mujer, pero también aquellas que destacan en mujeres específicas a lo largo de la historia y en lo extenso de la geografía mundial.

De esta manera, viendo la forma tan singular en que Dios y la mujer están unidos, san Juan Pablo II pone de manifiesto cómo en el conjunto de la Sagrada Escritura se destaca que sólo en la Mujer, Dios pudo hacerse carne y plenamente humano. Esta realidad del misterio de la encarnación no es accidenta ni simplemente accesoria, porque bíblicamente la expresión Hijo del Hombre implica otra más: Nacido de Mujer.

Por esta razón, la presencia del Hijo de Dios no sucede por simple aparición estilo holograma o por un cierto tipo de videollamada, sino que Jesús, al encarnarse de María, no la toma como un simple portal de teletransportación o como un vientre de alquiler, sino que reconoce en ella tal dignidad que – a diferencia de los dioses paganos que engañaban a las féminas para conseguir sus favores – toda la Trinidad se pone en movimiento para que María conozca el Plan divino de la Salvación y sólo con su consentimiento, con su Fiat, hacer posible lo que para Dios no es imposible.

Academia 1

La realidad de la Encarnación no es, pues, algo que suceda abruptamente, sino que tiene su raíz en la imagen y semejanza con la que Dios creó al ser humano como varón o mujer. Por esta imagen y semejanza la mujer no sólo es digna y valiosa, sino que está configurada para la comunión, a fin de plenificarse en la relación con Dios y con la humanidad y de esta manera, puede descubrir que ella y los demás existen como don y misterio, como persona, vocación y misión.

Si bien la plenitud de esta vocación femenina queda alterada en la persona de Eva, lo femenino como Misterio alcanza su máxima expresión en María, sobre todo porque en ella se verifica una realidad salvífica muy profunda: UNA MUJER FUE LA PRIMERA REDIMIDA DESDE EL PRIMER INSTANTE DE SU SER NATURAL. Así, su Inmaculada Concepción, su Maternidad Divina, su Virginidad perpetua y su Asunción gloriosa en cuerpo y alma a los cielos son el prisma prístino en el que la Trinidad ha querido que la humanidad entera contemple lo que Dios puede hacer, convino hacer y – efectivamente – hizo como maravilla.

Así, el misterio de la mujer resplandece también en todas y cada una de las interacciones que Jesús tuvo con las mujeres, tanto al recibir la gracia de la salud, de la libertad espiritual como también al depositar en ellas el encargo de testificar ante los demás discípulos el cumplimiento de las Escrituras por la Resurrección, mostrando con ello que en cada mujer existe una vocación que es al mismo tiempo personal y profética.

Mujer: Misterio y Profecía

El misterio de la mujer deja, pues, entrever que de ella brota constantemente la fecundidad dadora de vida y que ésta se expresa en dos vocaciones que conllevan un estilo de vida: la maternidad y la virginidad. De esta manera, la mujer se convierte en ícono del Dios viviente que ama y procura la vida de todos aquellos que hemos sido creados y llamados a la comunión con Él.

Pero si esto pareciera ya demasiado, el Misterio de lo femenino es presentado por la Sagrada Escritura de una manera todavía más excelsa al expresar mediante la figura de la Iglesia, Esposa del Cordero, la culminación de la plenitud de la humanidad en la eternidad de Dios. Así, aquello que Dios manifestó en diversos momentos sobre la unión varón – mujer, alcanzará su cumbre en el hacerse una sola carne resucitada, cuando Dios sea todo en todos.

Por tanto, en toda mujer reposa la profecía del último destino de la humanidad, llamada a desposarse con su Creador y Redentor. La Iglesia, pues, no puede callar tan gran Misterio y está llamada a custodiarlo y proclamarlo a los cuatro vientos, sobre todo en un mundo que busca deformarlo bajo diversos tipos de ideologías reduccionistas; más aún, está llamada a no dejar de contemplar a cada mujer como Misterio, para que pueda propiciar en esta cultura hacia la mujer una mirada no sólo mística, sino mistagógica, es decir, que no se conforme con lo superficial, sino que se aventure a ir más allá de lo evidente para contemplar en cada mujer una presencia profética que le anuncie a cada persona en su presente la inmensidad de su futuro… de su eternidad.


Por Pbro. Lic. Theol. Cristopher Cortés Pliego. Arquidiócesis de Puebla de los Ángeles, México y alumno de la Academia Latinoamericana de Líderes Católicos