Las iglesias se vacían. Todo permite pronosticar que se trata de un fenómeno que irá en aumento. Los pastores aparecen preocupados e inquietos. ¿Cómo lograr que vuelvan los que ya no están? ¿Qué habría que hacer para recuperar a quienes se han alejado? Muchos se hacen esas preguntas y otras semejantes. Pocos se preguntan dónde están los que se fueron.
No se trata de hijos como aquel de la famosa parábola que reclamó su parte de la herencia y se marchó a un país lejano. Por lo tanto, no es suficiente la actitud del padre que espera el retorno del hijo arrepentido. Se trata más bien de emigrantes forzados. De quienes abandonaron el hogar a su pesar. ¿Ya no había lugar para ellos en esa casa? ¿Era imposible el diálogo y la comprensión mutua? ¿O se fueron simplemente aburridos, o cansados de esperar una palabra o un gesto que nunca llegaron? ¿Descubrieron otro hogar y viven felices en su nueva casa o siguen sin encontrar su sitio como si fueran “personas sin hogar” espiritual?
En cualquier caso, esas preguntas son las que verdaderamente deberían inquietar a los pastores. No es lo mismo preguntarse por qué las iglesias se vacían que preguntarse dónde están los que no están. Tampoco sirve quedarse buscando culpas propias o ajenas mientras se contempla las iglesias semivacías. Si verdaderamente me duele la situación la urgencia es otra: ¿dónde están? Si ahora modificamos lo que haya que modificar en nuestras comunidades ellos no se van a enterar, ya no vienen. ¿Los vamos a dar por “perdidos”? ¿Dónde buscarlos?.
Si un hijo abandona la casa y nadie lo busca, entonces es probable que tuviera buenas razones para alejarse. Si su ausencia no importa lo suficiente como para salir en su búsqueda es evidente que nadie valoraba su presencia y que, por lo tanto, ya no tenía sitio en esa casa. Son cuestiones que deberían inquietar.
Sin embargo, más inquietante aún para pastores y pastoralistas podría ser otra pregunta: la cuestión sobre el abandono de “las prácticas religiosas” puede plantearse de otra manera, a saber, que a determinada edad cada uno tiene derecho a elegir su camino y decidir en qué lugar quiere vivir; ¿por qué entonces ir a buscarlos? ¿por qué afligirse si la casa está vacía? ¿qué nos debería hacer suponer que sin nosotros ellos no pueden crecer y ser felices? ¿No se esconde cierta soberbia o frustración debajo de la preocupación por aquellos que se han alejado del hogar?
Quizás, para algunos, más inquietante que “el síndrome de las iglesias vacías” sea la posibilidad de que quienes “no están” estén muy bien, hayan encontrado válidas motivaciones para vivir y también nuevas riquezas espirituales o religiosas.
¿Por qué buscar a quienes no están?
No parece un buen punto de partida suponer que quienes se alejaron de la Iglesia lo han hecho arrastrados por los errores que cometieron en sus vidas o por culpa del mal testimonio de los cristianos, hay otras posibilidades. De hecho, hace ya tiempo que muchas personas se acostumbraron a buscar respuestas a las preguntas esenciales de la vida en otra parte y no en los sombríos rincones de las iglesias. ¿No habrán encontrado lejos de casa respuestas válidas para sus vidas y también para las nuestras?
Quizás ese sea uno de los motivos más válidos para ir al encuentro de los que no están. Quizás no se trata de ir a buscarlos para “traerlos nuevamente al rebaño” sino para dialogar con ellos y enterarnos qué encontraron cuando buscaron en otros sitios. Quizás allí encontremos las respuestas que no descubrimos recorriendo cabizbajos nuestros templos vacíos. Quizás allí nos reencontremos con el Buen Pastor que ya encontró a sus ovejas antes que nosotros; que nunca se apartó de ellas, que hace tiempo las tiene sobre sus hombros y con ellas nos está esperando para caminar con él por caminos completamente nuevos.