Los misioneros vuelven en verano. No todos ni por voluntad propia, sino obligados la inmensa mayoría. Ellas y ellos pululan estos días por sus lugares de origen o por las casas de donde salieron hace años. Quienes todavía tienen a sus padres, se acercan para pasar unos días con ellos, para acompañarles unas semanas en su vejez.
Pero aunque vuelven en verano, no conozco a ninguno que venga de buen grado de vacaciones. Aprovechan la estancia para hacer familia y se juntan a comer y recordar en torno a la mesa aquellos tiempos cuando apenas se barruntaba qué depararía el futuro. Hay casos, y no son pocos, donde en esa mesa compartida de veranos en el pueblo, al lado de los recuerdos crecieron las complicidades, gestándose un cordón invisible de solidaridad capaz de hacer brotar desde un rinconcito de España el agua en alguna semidesértica aldea subsahariana.
Podría dar nombres, pero se enfadarían. No están hechos –ni hechas– para el relumbrón. Por eso solo citaré a Franco Cellana, un misionero italiano de la consolata a quien conocí y admiré en los slums de Nairobi, y cuya muerte acabo de conocer. Solo pudieron llevarle a Italia cuando era muy tarde para su enfermedad, pero demasiado pronto para su espíritu, que se ha quedado rezagado con los niños de la calle. Franco, que iba a Italia lo indispensable, era capaz de hablar de la belleza de sus rincones mientras enseñaba con paso enérgico los recovecos de un infierno de hojalata en el corazón de África. Su testimonio es el que mejor entienden quienes siguen viendo en los creyentes a seres apegados a los mitos.
Como saber que esa religiosa, que también ha vuelto este verano, ha dicho que no a un tratamiento para una enfermedad que la va minando inexorablemente, porque eso significaría tener que quedarse. Quienes se pregunten por el rostro de Dios, lo encontrarán, en este caso, en una de sus hijas. Sin más aditivos.
En el nº 2.999 de Vida Nueva