Se acercan fechas de memoria. Para la Iglesia, el inicio de noviembre es algo más que un recuerdo distante y lejano, o idealizado, de santos y difuntos. Aprovechando lo cual, se me hacen presentes algunos que están, pero que ya no están cerca. Todas estas personas que estuvieron cerca en otro momento, que participaron activamente y ya no están en la comunidad, ni en la misión.
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La Iglesia ha perdido no pocas personas recientemente. Como trabajo con jóvenes sigo de cerca los buenos informes de la Fundación SM. Marcan tendencia hace tiempo y, o bien nadie los lee, o bien nadie se los toma en serio, o bien no sabemos qué hacer y nos consolamos a nosotros mismos con otras prácticas (sin duda buenas, muy espirituales y provechosas), o bien lo hemos aceptado, al modo como se asume la propia muerte. Como trabajo con jóvenes especialmente, leo sobre jóvenes, pero me parece que la realidad en el mundo adulto es mucho más sangrante aún. Una herida abierta que expulsa vida a borbotones.
Estos que ya no están, muchas veces ya no están en ningún otro lugar. No es que hayan salido de una comunidad, en la que tenían dificultades y hayan ido a parar a otra, y se sitúen en otra misión. No. La verdad es que ya no están. Se fueron. Y muchas veces, porque lo sé, se llaman “alejados” a personas que, cuando cuentan su vida actualmente, lo que ellos dicen es que están mejor, más centrados, más tranquilos, más alegres. No es ni uno, ni dos. ¿No queremos escuchar esto, que tantas veces están pasando? ¿Qué está ocurriendo? ¿Son unos los que van empujando a otros, en retirada, como hacia un abismo en el que se va perdiendo la esperanza?
La esperanza
La esperanza es clave. Sin esperanza no se vive. El ánimo es el alma para existir, contagiar, moverse y movilizar, convocar y anunciar. Estas dos últimas cuestiones son, en muchos casos, las que llevan horas y horas de proyectos. ¿Y el cuidar? ¿Y el acompañar? ¿Y el fortalecer, consolidar, amar? Las tres virtudes teologales, que se pueden ver por separado, ciertamente, me temo que, si no están unidas, no se terminan de vivir, ni explicar bien. Una fe sin amor, muerta. Una esperanza sin amor, muerta. Una fe sin esperanza, muerta. Y hoy, ¿mantenemos y sostenemos la esperanza? ¿Quién y a costa de qué?
Estoy estos días en clase explicando el “monoteísmo”, intentando ir más allá de la definición típica. Primera página de la Escritura. Allí donde Dios crea “cosas” durante “unos días”, pero al final ocurre lo más grande. Terminado todo se dedica –-y en plural– al ser humano. Y mientras todo son cosas y seres estupendos y maravillosos, buenas todas, al llegar a la persona lo deja bien claro: la persona es muy buena, por encima de todo lo demás con diferencia; tan por encima de todo lo demás que tiene una vida que Dios ha querido, y así ha sido, que se parezca más a Él mismo que a ninguna otra realidad el mundo, por maravillosa que sea. No se parece ni al sol, ni a las estrellas, ni a los mares en su hondura, ni a los cielos, ni a los animales, ni a las plantas. Dios quiere que se haya parecido a Él y le ha dado su Espíritu. Esto sí es monoteísmo y trascendencia. Huella profunda.
Dicho lo cual, ¿dónde se puede descubrir cómo vivir esto? ¿En qué lugar la persona es, debería ser sin duda alguna, lo primero? ¿No será en la Iglesia? Aprovechando la preparación de estos primeros días de noviembre, que vamos a celebrar y cuidar en comunidad, como cada año, ¿no deberíamos fijarnos también en estos santos y en estos difuntos cercanos, sin perder de vista a los grandes santos y a familiares difuntos?