Mi sobrino pequeño se llama Mikel y tiene algo más de ocho meses. No le veo “en directo” desde agosto, pero gracias a las llamadas con vídeo de WhatsApp o a las fotografías que me envían a diario, puedo ir haciendo un seguimiento cotidiano de cada uno de sus avances. Desde cómo va variando su dieta y va probando nuevos sabores hasta el equilibrio con el que ya se sienta. La tecnología me permite seguirle las huellas y que él mismo se vaya familiarizando con mis rasgos, aunque aún no sepa que tengo tres dimensiones y no soy solo una imagen que aparece en la pantalla del móvil de su madre.
Este es un claro ejemplo de cómo vivimos en una época en la que las técnicas de comunicación han relativizado muchos conceptos clave, como el tiempo y el espacio. Igual que la información es inmediata y rápida, tampoco la ausencia física resulta tan absoluta. Hemos generado nuevos modos de presencia, de forma que podemos, no solo sentirnos muy cercanos a las inquietudes de alguien que está a cientos de kilómetros de distancia, sino también hacernos presentes en sus vidas, acompañar y cuidar a esas personas en la distancia.
Esto me recordaba que un biblista proponía que la característica divina fundamental que se dibuja en el libro del Éxodo es la “cercanía de un Dios distante”. Así expresaba cómo el Absoluto que es el Creador no podía resistirse a caminar junto a su pueblo, porque el amor es así y no sabe de distancias… hasta que estas quedaron definitivamente pulverizadas por la Encarnación. Si creemos en un Señor que compartió nuestro trayecto por la historia haciéndose “uno de tantos”, ¿cómo no empeñarnos también nosotros en sortear cualquier lejanía que nos impida hacernos cercanos y compañeros de camino incluso de quienes están físicamente alejados?