Quiero felicitar la Navidad a un amigo budista. ¿Qué podría decirle?
Podría decirle que lo que pasó en Belén, como ocurre con casi todo lo importante, es un misterio inasible, inabarcable, encerrado en lo concreto, pero abierto al infinito.
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Podría decirle que aquella noche el cosmos entró en armonía: estrellas, gentes humildes y gentes poderosas, rebaños, ángeles, doctores y analfabetos, lugareños y extranjeros, el silencio de una tierra en invierno y la fiesta en el cielo… todo se confabuló para, en aquel instante de paz, hacerse uno.
Sencillez y fragilidad
Podría decirle que todo fue silencio, quietud, contemplación; que todo fue inspirar eternidad en cada bocanada de aire frío; que todo fue dejarse empapar por algo tan grande y tan cotidiano como el nacimiento de una criatura.
Podría decirle que esa noche, una vez más, lo divino se encarnó en lo humano, que el universo entero se hizo presente en un bebé, y que, en aquel cuerpecito tembloroso y frágil, se nos invitó a contemplar nuestra pequeñez y nuestra grandeza, nuestra sencillez y nuestra fragilidad.
Podría decirle que, solo aquellos que se acercaron a Belén con el corazón dispuesto a entender y a amar, consiguieron ver la inmensidad del todo en la desnudez de un bebé.
O quizá, como hicieron los ángeles aquella noche, gloriando a nuestro Dios del cielo, podría, simplemente, desearle la paz.