Y no sé por qué. Quizás porque muchas veces estoy demasiado ocupado de mi existencia (incluso en su dimensión espiritual). Aunque, la verdad, es la vida conformada por las diversas actividades la que me lleva todo el esfuerzo, todo el pensamiento, todo el sentimiento y toda voluntad. ¡Alma, corazón y vida! Que dice el bolero.
Y no es porque no me lo hayan dicho muchas veces, o lo haya leído o meditado. Incluso en la Misa hay un hermoso ‘Prefacio’ que nos lo recuerda: “Tú has enviado a tu Hijo como huésped y peregrino en medio de nosotros” (Común VII). Traer a la memoria que somos Iglesia peregrina, de vez en cuando, no nos viene nada mal. Porque lo que se está haciendo habitual es que nos encerremos en nuestra propia casa o en la parroquia y no nos saquen de allí ni con agua caliente.
Sí, claro que sabemos que la Iglesia, después de Pentecostés, y a veces empujados por las persecuciones, se encaminó por los cuatro puntos cardinales y, allí donde fueron, predicaron la Buena Nueva. Claro que sabemos que las familias cristianas, a pesar del martirio, fueron difundiendo su fe a los vecinos, a sus amos, a sus compañeros de la milicia, a sus amigos y conocidos, hasta llegar a formar, tan solo en los primeros treinta años del cristianismo, comunidades en todos los puertos del Mediterráneo. ¡Dios mío, qué despliegue!
Conocemos también las hazañas, no solo aventureras, de miles y miles de misioneros que cruzaron los mares y evangelizaron los pueblos, en los primeros siglos, de Europa y el norte de África, y a partir del siglo XVI de América, Asia y el resto de África y Oceanía. Se fueron para no volver, para entregar su vida por el Evangelio, algunos porque fueron martirizados y otros porque se quedaron para siempre por amor a sus gentes. Algunos fundaron ciudades, otros, universidades y colegios apostólicos, la mayoría crearon comunidades de seguidores de Cristo.
Seguidores de Cristo
Debíamos de plantearnos salir de nuestras seguridades y hacernos una Iglesia peregrina, como el mismo Cristo, como sus apóstoles y discípulos. Discípulos ligeros de equipaje, sin alforjas que nos lastren el camino, libres como caminantes con un destino cierto, alegres como mensajeros de la esperanza y el perdón.
Somos peregrinos, no vagabundos, inseguros y sin certezas, pues hay un horizonte abierto, unas huellas bien marcadas, delante de nosotros, por el Señor a quien seguimos y nos precede. Somos peregrinos, no turistas que se paran a contemplar solo la belleza y se llevan miles de imágenes para guardar en un archivo, porque van de paso, y nada les compete, porque les espera su refugio seguro.
Nosotros, como el Señor, somos peregrinos, en medio de todos, samaritanos, que no pasan de largo, con la mirada y el corazón bien abiertos, y como dice el otro Prefacio: “se acerca a todo el que sufre en su cuerpo y en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” (Común VIII).
Si, somos peregrinos, ¡salgamos de la comodidad por todos los caminos! porque “has dejado tu huella en el hombre /…/ para que sea artífice de justicia y de paz en Cristo, el hombre nuevo” (Prefacio Común IX). Ya es suficiente. Nos queda mucho camino por hacer. ¡Ánimo y adelante!