Rixio Portillo
Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey

Abuso de menores, la suciedad en la Iglesia


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“¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!”.

No es propia esta frase. Fue escrita por Joseph Ratzinger en una estación del vía crucis del Coliseo, en el año 2005, con la que sin medias tintas, el futuro papa identificó el problema de la iglesia contemporánea, la suciedad por los pecados de los sacerdotes.



Y es que el informe publicado por parte de la Iglesia en Alemania, sobre el abuso de menores en los últimos años, señalan nada mas y nada menos que a un papa emérito, históricamente inédito, pues también ha sido inédita su renuncia.

 ¿Cómo leer el informe alemán?

El solo hecho que la iglesia haya publicado un texto en el que presupone la inacción de un obispo, que luego fue papa, es signo de la completa intención de transparencia.

Que Benedicto XVI asuma la pena y el dolor, y se defienda con el hecho objetivo de no haber emitido un nombramiento al sacerdote señalado, es otro dato. En 1980, las medidas disciplinarias no eran las mismas de ahora, esto no lo excluye de responsabilidad pero sí contextualiza su proceder.

Que fuese el mismo Joseph Ratzinger en determinar la norma para que pudiese actuar con responsabilidad frente a las denuncias, tiene que ser necesariamente un punto para determinar quién es, y sobre todo en lo mucho que si hizo no contra uno, sino contra todos los abusadores denunciados.

Sin embargo, los abusos, aunque sean estadísticamente pocos, poquísimos, existen, están allí, y merecen, en honor a un cristianismo auténtico, ser identificados y tratados. Y en esto el papa: Benedicto, Francisco o el que vengan, tienen un límite; las iglesias particulares y sus ordinarios.

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Una responsabilidad en cadena

Los obispos son los encargados de no echar en saco roto toda la disposición del Vaticano, en materia de abuso, no como una cacería o juicio sumario, sino por deber de conciencia.

Pero no solo los obispos, los sacerdotes que se encierran en lealtades cómplices sin ver la gravedad de los hechos, con tecnicismos y eufemismos que solo devienen en una cadena de silencios, también deben asumir la mentalidad de cambio. Eso no es fraternidad, no es caridad sacerdotal, en el fondo es una condena por omisión, de cara a las cuentas que deben entregar frente a Jesucristo.

Por último, los laicos, que normalizan situaciones que no están bien. Si una parroquia vive de forma auténtica la familiaridad cristiana, se sabe quién es quién. Si en algún momento hay incertidumbre o sospecha, hay que comentarlo con prudencia y discreción al obispo.

No es el momento para habladurías y rumores, sino para ayudar a la iglesia y a sus pastores a proteger a todos los miembros, mucho más a los vulnerables.  No es un asunto de hablar por la espalda, si hay duda, que sea el obispo quien investigue y proceda.

No es un asunto ideológico, de una postura u otra, el abuso a menores de edad es un crimen, con todas sus letras.

Puede ser Roma, Bogotá, México o Caracas, la diócesis es indiferente, no es que sea más grave en Munich o en Buenos Aires, el asunto es que se asuma un compromiso compartido en la erradicación de los casos y en establecer los mecanismos necesarios para proteger a las víctimas, y esclarecer cualquier duda sobre los implicados. No es tarea de unos, es un deber de conciencia de todos.


Por Rixio Portillo. Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey