En mi reciente libro ‘¿Tiene futuro la Iglesia Católica?’, escribí: “Esta discriminación -de las mujeres en los puestos de decisión y en su veto para ejercer el sacerdocio- sabemos que será superada en el futuro, como otras que ha venido corrigiendo la Iglesia Católica a lo largo de su historia. Pero: ¿por qué esperar años o siglos para dar ese paso?”.
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Pues porque nuestra querida Iglesia tiene miedo a adelantarse, y ha apostado siempre por la prudencia en vez del arrojo. La Congregación para la Doctrina de la Fe, por ejemplo, se siente con la obligación de guardar, conservar, el tesoro de los dogmas, de ahí que se conciba más como un freno que como un acelerador.
Es cierto que la prisa es mala consejera, y anticiparse no ayuda a vivir plenamente las diferentes etapas que necesitamos recorrer. La rapidez impide saborear lo que se está viviendo, y quien se acelera corre el riesgo de trastabillar.
Pero detenerse de manera constante, pausar los procesos en forma innecesaria, pensar que mientras más despacio se camina más se previene de riesgosas sorpresas, impide el responder con atingencia a los retos que la vida nos plantea.
El Concilio Vaticano II, por ejemplo, representó un notable impulso para acabar con un letargo que tenía postrada a la Iglesia, incapaz de responder a las exigencias de su tiempo. Es fecha que no se alcanza a cumplir con todas sus propuestas a causa de quienes las consideraron demasiado aventuradas.
Ese evento, quizá el más significativo del Siglo XX -y no sólo para la Iglesia Católica-, también nos enseñó que el mundo no puede ser un enemigo, sino un compañero de viaje.
Pues ese acompañante de camino ha ido abriendo cada vez más puertas a la participación de las mujeres. En terrenos como el económico y el político, el de la educación y la cultura, en los deportes y los espectáculos, las damas están cada vez más presentes en órganos directivos.
¿Y en la Iglesia Católica por qué no? Ya vendrán tiempos y circunstancias diferentes -me dicen calmando mis ansias de cambio, curiosamente, colegas mucho más jóvenes que yo-, hay que esperar a que se den las condiciones adecuadas, todavía hay muchas resistencias, y un machista etcétera…
Es cierto que la doctrina eclesiástica no debe adaptarse a cualquier modificación que la sociedad proponga. Pero también lo es que no tiene por qué rechazar esas propuestas sin más. Continuidad y adaptación es la clave: la primera se refiere a principios innegociables, la segunda a los ajustes que se pueden hacer sin transgredir dogmas de fe. No se trata, entonces, de adelantarse sin freno, sino de ir juntos.
Pero esperaremos, y sentados, porque si con Francisco de Roma estas mutaciones no se han podido dar en su totalidad, sólo Dios sabe qué pasará con futuros Papas.
Pro-vocación
Y volviendo al tema del Concilio. Gran consternación causó lo dicho por el cardenal Walter Kasper -cuyo libro, ‘La Misericordia’, fue recomendado por el papa Francisco a inicios de su pontificado-, quien acaba de declarar: “La Iglesia Católica sólo podrá tener futuro si continúa el camino emprendido por el Vaticano II… algo que el camino sinodal (alemán) no ha hecho”. Llama la atención pues Kasper es un firme impulsor de las reformas emprendidas por Francisco. Vuelvo a afirmar que quien pregunta se aguanta, y el Sínodo de la Sinodalidad es un ejercicio de escucha, aunque no nos guste lo que nos digan.