El otro día entré en una capilla cuyo ambiente encontré muy cargado. Físicamente. Respirar allí, a diferencia de en otros espacios ventilados, costaba más de lo normal. Será cuestión de sensibilidad, sin más. De tiempos de renovación del aire urgente, en lo que nos jugamos la vida. Sin más, la vida. Nada más y nada menos.
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Algunas veces pienso en lo que los jóvenes encuentran en la Iglesia, cuando les invitamos. Soy incapaz de respirar ya como ellos. Quizá me he acostumbrado, quizá a mi edad encuentro apacibles otros lugares de inspiración diferente y expiración más compartida. Pero me gustaría saber qué respiran los jóvenes en determinados ambientes.
Un olor imperceptible
Como en cualquier casa, también en las comunidades al entrar hay un cierto “olor” que sus habitantes no perciben. Algo que no es producto generado por decisiones, sino que nace del modo de vida, sin más. Expresa sin palabras, en forma de ambiente general, modos y formas, estilos y maneras, alegrías y tensiones. Hay espacios que sabemos que son acogedores, en los que se puede fluir, otros en los que refugiarse, encontrar protección y consuelo. Otros, no pocos, se convierten en exigencia, tensión, “juegos” de relaciones.
Algo más que una metáfora: hay ambientes envenenados, aunque no se perciba de primeras, que supone un riesgo para la propia vida; otros que sacuden con sus violentas (podríamos decir), que incomodan, que nos des-sitúan y hacen perder el horizonte, la ilusión y la entrega. Es bien sabido. Entre los extremos, que en el fondo maldicen a la persona y su humanidad y la rasgan interiormente, muchas prudencias posibles que no dejan de verse en camino y son cercanas de modo diferente a como los radicales se expresan. Los que están en esos márgenes creyéndose líderes indiscutibles de una verdad infinita, no entienden el diálogo y la amistad de prudentes que piensan de modo distinto, ni su capacidad de concordia, ni su interés en el acuerdo, ni su inclinación a escuchar al otro y aprender del diferente. Sin embargo, estos prudentes gozan con esta experiencia, que les une sin igualarles, que convierte la paz y el bien común en preocupación.
Debe ser muy difícil, porque las instituciones destinadas a ello están en quiebra. Tendrá razón ese pensador antiguo que alerta del peligro demagógico de la democracia, precisamente por el uso abusivo de la palabra para beneficio propio. Ya sabemos que, en su lengua, la razón y la palabra son iguales, tal y como debería ser. Pero pasadas las rupturas y desgajes de la modernidad, la palabra sin más pulula a sus anchas sin anclaje en la realidad, en la razón. Así nos va. Porque la incertidumbre de la que se habla es también causa de este desligazón, y no solo una situación existencial que nos abra a la verdad.
“Si no soy lo que quiero ser, no soy”. Así se las gasta Blondel en su maravillosa obra ‘La acción’, en la que plantea una doble vertiente de la voluntad: la que quiere como fuente y la que se enfoca en múltiples quereres. Me atrevería a decir que, al hilo de esto, un cristiano debe querer airearse interiormente al máximo, también en una doble vertiente: permitir al Espíritu ser vital y mover y no encerrarse a salvaguardar lo inasequible. Por otro lado, para la Iglesia: desear su liderazgo en la construcción de una comunidad de comunidades, en la que la diversidad no ofenda, cuando se hace camino sincero para buscar a Dios, su belleza, su bondad, su verdad.