Creer que la concordia nace de la mera sensibilidad y es espontánea, o debe dejarse al momento concreto, supone una enorme falta de visión. En la concordia, en ese reconocimiento del otro desde lo más íntimo de nuestra persona, requiere esfuerzo como mínimo, si no sacrificio.
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Sin lugar a duda, tiene riesgos abrirse y mostrarse con la propia vulnerabilidad y debilidad, sin esconderse. Por supuesto, muchas veces nos cae como sorpresa excesiva que el otro se desvele de semejante modo. Porque lo común parece ser, en la conformación de estas ciudades y espacios de anonimato tan salvaje por los que circulamos cada día, dejar para casa y lo privado aquello que, precisamente, nos hace personas y humanos. En lo público, funcionar como mero trabajador en lo que nos corresponda y ciudadano de “pleno voto”, de derecho sin obligación posterior.
Una mala tradición
La concordia debe cultivarse y favorecerse en las democracias occidentales para que el ejercicio de las libertades. Nos ha faltado siempre, porque hemos heredado una mala tradición, considerar que la libertad nace entre personas y los demás, lejos de ser quienes la merman o limitan, la favorecen y la hacen posible. Permanecemos anclados en la opinión de Sartre que dice “el infierno son los otros” y no damos el salto a la visión de Arendt sobre la construcción de lo público, donde actúa verdaderamente la libertad humana.
Cuando tratamos de concordia, hablamos de afectación de la propia vida, de superación de la indiferencia imposible por nuestra misma apertura radical y cuidado de una mirada que no esquiva la realidad. Hablar de corazón a corazón, situar lo personal en el horizonte del otro, darle importancia, evitar que se cosifique, reivindicar nuestra presencia en ese mundo en el que es posible cualquier cosa. Concordia no es acuerdo de mínimos, sino vínculo interpersonal, por tanto, misterioso. La necesidad de pasar, por ejemplo, de los muchos números que lo resumen y aglutinan todo, como esas máquinas que prensan el metal, a nombres y nombres, incapaces de recordar uno a uno.
Cuando hablamos de concordia, hablamos de un don que esponja la existencia y pregunta por su esencia. Sin más. Poética, quizá. Pero poética necesaria. Sensibilidad que ha sido encendida por algo mucho mayor que lo que los sentidos nos muestran. Poética de la razón, caldear lo que nos hace humanos y, cuyo olvido, nos arroja a la no existencia del número, al ser uno más.
Pensar en acuerdos es dejar de pensar en encuentros auténticos y libres, en mezclar personas en sociedades plurales en lugar de crear guetos, en poner énfasis y dar prioridad a esa no-técnica que debe hacerse cargo de todos los medios, conocedora de sus propios fines. Pensar en acuerdos es la pobreza de una realidad a la que, y lo confesamos implícitamente, las personas le son insuficientes.
Vivir no es dejar vivir, vivir es vivirse con otros.