Sé que hay muchos motivos pastorales y prácticos para adelantar la Misa del Gallo, pero no me vais a negar que eso de celebrar el nacimiento de Jesús en los albores del día 25 tiene un encanto especial. Este año, en cambio, he tenido la oportunidad de cambiar la habitual “misa del pollito” del final de la tarde por una a medianoche. Como mi capacidad de distracción es bastante infinita, tengo que confesar que estuve bastante ensimismada con un señor de cierta edad que mantuvo durante toda la celebración en sus brazos, arropado como si se tratara de un bebé recién nacido, una imagen de Jesús. De hecho, en un primer momento dudé de si se trataba de un niño de verdad, por la manera de sujetarle y el cuidado que tenía, hasta que pude vislumbrar unos inconfundibles pies de muñeco.
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Arropando al Niño
Según parece, se trata de una costumbre frecuente en algunos países de Latinoamérica, en los que cada familia lleva a la misa de Navidad el Niño Jesús que preside su hogar. Con todo, lo que a mí me llamaba más la atención no era tanto el hecho de llevar el Niño como la cuidadosa manera de sujetarlo. Dándole luego vueltas a la imagen, no quedaba muy claro si el hombre que lo llevaba protegía al Niño o si, más bien, se agarraba a Él como si en ello le fuera la vida… y, sinceramente, es probable que esta última sea la intuición más importante. Porque quizá de eso se trata la Navidad, de descubrir con asombro que nos jugamos mucho en aferrarnos a la fragilidad de ese Dios hecho bebé que nos nace una y otra vez, no solo en Belén, sino en cada rincón ignorado del mundo y en cada resquicio insignificante de nuestra propia existencia.
Se trata de esa paradoja que también sugiere Isaías cuando la gran luz que ilumina a un pueblo que camina en tinieblas no es otra cosa que un bebé recién nacido, frágil e indefenso, pero en el que reconocen un gran regalo de Dios para todos, porque “un niño se nos ha dado” (Is 9,5). No sé a vosotros, pero a mí esa escena de un adulto “hecho y derecho” agarrado a un Niño Jesús como si se tratara de la única tabla de un naufragio me parece una imagen a guardar en el corazón y una invitación a aferrarnos con uñas y dientes a Quien, siento Todopoderoso, se hace vulnerable. Eso sí, no tanto desde la ingenua pretensión de protegerle, sino desde la consciencia de que nos va la vida en ello, de que solo abrazados a Él podemos afrontar lo desconocido, incluido ese nuevo año que estamos a punto de estrenar.