La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay, Dios! La semana pasada la vida me dio la sorpresa de encontrarme con un país (Etiopía), con una Iglesia (la católica africana, pero también la ortodoxa de este país) y con unas personas, concretamente con los dos centenares de participantes en la Asamblea Sinodal de África.
Sorpresa por el país, que tiene 120 millones de habitantes, de los que por lo menos seis están en la capital, Adís Abeba, sede de la Unión Africana. Un país que es dos veces y media más grande que España en extensión; invito a los lectores a hacer un sencillo ejercicio: comparar en cualquier mapamundi estos dos países; ¿verdad que esa diferencia de tamaño no se refleja absolutamente? Es el resultado de un eurocentrismo que perdura.
Etiopía es un país de contrastes: edificios ultramodernos junto a barrios de barracas; desde la habitación del hotel veo, de un lado, la coqueta piscina y, del otro, un enorme barrio de barracas. Un país que está saliendo apenas de una guerra reciente que, según algunos, ha provocado un millón de muertos en dos o tres años. ¿Quién habla de ellos?
El encuentro ha sido también con la Iglesia copta, con unos 60 millones de fieles, y la católica, que apenas constituye un 1% de la población. Con una vivencia cuaresmal visible en las calles, donde los fieles rezan, y palpable en el estricto ayuno al que los cristianos se someten. Con una liturgia y una religiosidad a flor de piel que nos interpelan e incitan a la oración y al encuentro con Dios.
La experiencia funciona
Pero, sobre todo, he vivido en plenitud la Asamblea Sinodal en la que las Iglesias de África han estado bien representadas, con participación de obispos, sí, pero también de laicos, hombres y mujeres, de jóvenes, y de religiosas y sacerdotes; hubo incluso algunos musulmanes.
La experiencia sinodal funciona; en todos se nota el gozo del encuentro y la alegría de constatar nuestra identidad cristiana; compartimos los desafíos duros y terribles que presenta el continente en sus diversas regiones, y también los esfuerzos e iniciativas que las diferentes comunidades están tomando para que el Reino de Dios crezca.
Ciertamente, el camino sinodal es y será fatigoso e incómodo, pero vale la pena y es inevitable. Estamos todos en la misma nave: o nos salvamos juntos… o naufragamos todos.