Entonces, se desató un fuerte vendaval y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: “¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?”. Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: “¡Silencio! ¡Cállate!”. El viento se aplacó y sobrevino una gran calma.
Quién podría haber imaginado que, dos mil años después, nos encontramos embarcados en el mismo bote de los apóstoles. Las olas arrecian y los vientos no parecen calmarse con nada; nos está entrando agua por todos lados y muchas veces nos pareciera que Dios duerme y que no escucha nuestras súplicas ni prioriza nuestros temores.
Las olas más grandes de la historia
Cada época ha tenido sus propias marejadas y tormentas, pero, esta vez, la percepción y el conocimiento que poseemos de las mareas de todas partes del mundo hacen que aumente nuestra angustia existencial. Tenemos conflictos sociales que estallan sorpresivamente en cualquier nación con violencia y destrucción; tenemos un cambio climático provocado por nosotros mismos que nos va llevando a un callejón sin salida aparente; tenemos guerras declaradas y encubiertas con el lado oscuro de la humanidad que va erosionando la vida y su bondad; tenemos millones de personas sobreviviendo en condiciones miserables, injustas y aparentemente invisibles para los demás; tenemos una pandemia que ha develado las desigualdades e indecencias más evidentes de la sociedad; tenemos crisis económicas y políticas que hacen tambalearse hasta a los imperios…
Tenemos enemigos diminutos e invisibles que no respetan fronteras ni condiciones sociales, pero que afectan más ferozmente, como siempre, a los más frágiles y vulnerables; tenemos muertes “legalizadas” contra niños no nacidos o enfermos terminales; tenemos una pérdida de confianza entre nosotros difícil de sobrellevar; tenemos un modo de vida individualista, consumista y del rendimiento que atenta contra lo humano y lo fraternal; tenemos una gran cantidad de líderes ególatras que no se ponen al servicio de sus pueblos y de los demás; tenemos una humanidad que ha perdido la fe, se ha alejado de la religión y ha distorsionado a Dios… La lista continúa sin fin y la sensación de ahogo de cada uno de nosotros es muy dolorosa, desesperante y real.
La resaca de las olas
Como si todo lo anterior no fuese ya suficiente, a las “macro olas” se le suman las pequeñas pero incesantes olas de nuestro micro mundo: nuestros temores, traumas, heridas, incertidumbres, apegos, debilidades, vínculos desordenados, necesidades no satisfechas, deseos frustrados, toxicidades relacionales, desafíos espirituales, inestabilidades emocionales, inconsistencias racionales, achaques corporales, enfermedades del cuerpo y del alma de nuestros vínculos más cercanos y todo el tejido de relaciones más íntimos… Todas se enredan y se suman a las olas exteriores. “Despierta Señor, que nos ahogamos”.
Frente a ello, estamos llamados a ser marineros de alta mar. Ciertamente, somos protagonistas de un cambio de era; estamos transitando de un mundo predecible, conocido y “controlable” a uno que nos sorprende, desafía, tensiona y que nos puede abrir a una realidad más libre, justa y humana. Esa es nuestra esperanza y anhelo, pero, mientras estamos navegando en alta mar, la tempestad no amaina y, como los tripulantes del arca, lanzamos y lanzamos aves al aire para ver si nos traen “una ramita” de la tierra nueva que queremos edificar. Como los apóstoles asustados, remecemos a Jesús para que nos salve del agua que nos está llegando al cuello y no contamos con los recursos para evacuarla.
“Silencio, cállate”
Si confiamos solamente en nuestras capacidades, historias y recursos humanos, como una inmensa mayoría no creyente, pragmática y racional, no hay escapatoria a todo lo que vivimos en la actualidad. Sin embargo, como cristianos, sabemos que el Señor va en nuestra barca, que conduce la historia y que tiene el poder y el amor para calmar esta y cualquier tempestad. Por eso acudo a sus palabras, para recuperar la esperanza y ver que hay muchas más corrientes que recorren el macro y micro mundo y que nos pueden alentar en la navegación, sacando el agua que ha entrado y remando hacia un nuevo puerto de la humanidad. Al silenciar las voces pesimistas (externas e internas) y callar los demonios del miedo y la angustia, podremos ver otras olas hermosas que se han empezado a formar.
En primer lugar, la conciencia de que lo que vivíamos estaba mal parido, mal proyectado, y que la naturaleza y la vida nos están dando otra oportunidad. El modo de vivir orientado al rendimiento, a competir, correr, depredar la creación, consumir y acaparar, ya no daba para más. Esa nueva conciencia se va manifestando en diferentes movimientos, entre los que destaco la lucha ya declarada por la justicia y la equidad de todos los seres humanos, sin importar su condición, género o cualquier otra clasificación que los pudiera perjudicar.
Lucha por empoderarse
Hasta el más pequeño – ale la pena ver un reciente estudio de ‘The Economist’ sobre el uso de las redes por parte de adolescentes que se suman a luchas sociales– está avanzando en la conciencia de su dignidad y empoderándose, poco a poco, para resistir y transformar lo que está mal. También veo con anhelo cómo son cada vez más las personas que están cambiando sus hábitos de alimentación, consumo y trabajo para tener mayor salud psíquica, espiritual y corporal. Si bien aún son minorías, van abriendo camino a los demás.
Igualmente, es admirable de contemplar cómo el ser humano va volviendo lentamente a su centro espiritual con caminos diversos y abiertos al diálogo intercultural. Por último, valoro muchísimo la priorización de los vínculos desde la gratuidad, de la colaboración y fraternidad y la búsqueda de sentido como algo fundamental.
Toda tormenta siempre trae vida nueva si resistimos la corriente y perseveramos remando. Dios nunca duerme y jamás nos abandona… Solo debemos integrarnos armónicamente con la naturaleza y contemplar la vida nueva que se está gestando en medio de la tempestad.
Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo