José Luis Pinilla
Migraciones. Fundación San Juan del Castillo. Grupos Loyola

Aire


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“Como el aire que exigimos trece veces por minuto…” . Este texto pensé titularlo ‘Sueño de libertad’. Me decidí por este otro título: ‘Aire’. De ahí el verso primero de Celaya. Y escribo con tristeza al recordar cómo se interpretó, en ciertas gentes, la necesidad de respirar, de sentir el aire de la libertad en la primera noche tras el estado de alarma. Me di una vuelta nocturna por la calle pasando a esas horas junto a personas sin hogar guarecidos en los portales y en los bancos.



Con lo que veo intento comprender lo que pasa. Sin que se me vaya de los sentidos, machaconamente aplicados a lo que percibo al hilo de la pandemia aquí y ¡en la India! (y en otras muchas “indias”). “Dos” mundos. Como contraste insultante. En el nuestro, la gente celebrando irresponsablemente (sin paliativos) que pueden beber y estar en la calle sin restricciones ni cuidados, donde los otros no importan. Oigo con asombro “por fin podemos vivir”. En el otro mundo, no hay botellas de las otras (de oxígeno) y la gente muere (sin paliativos), también de hambre porque se “vive” –y está vez si es literal– al día. “Algunas –sigue escribiendo mi amiga Inmaculada Mercado– decíamos que la pandemia sería un buen acicate para el cambio…me temo que a peor”. Y yo también.

Paseé un rato recordando mi sensación “antigua” de encerramiento y de un cierto ahogo vital que los sucesivos confinamientos me producían sobre todo por la noche. Cuando en la oscuridad solo había silencio y reposo, esperando entonces el gran momento, en que surgiera de repente la movilidad y poder pasear sin trabas y respirar el aire, alimento necesario como el “pan de cada día”.

Esquilmar a los migrantes

¿Cosas indispensables en la vida? Las mejores son las gratuitas. Y afortunadamente las hay. Y las disfrutan, sobre todo, los poetas y los pobres. Por ejemplo, el agua, el aire… Aunque para desgracia de muchos –para ti y para mí, incluso– este también tiene su precio. Sobre todo si se trata de esquilmar hasta el final por ejemplo, a los migrantes.

Por estos días floridos de mayo a la vez me vinieron recuerdos de hace unos años. Una estancia corta frente a las costas del Canal de Sicilia. Que era, por cierto, uno de “los nichos” del cementerio Mediterráneo. Visitaba las bellas ciudades sicilianas de Ragusa, Siracusa o Noto, lugares de arribada y acogida de migrantes africanos exhaustos y perdidos. En la catedral de esta última ciudad, unas tablas de madera, restos de una patera, servían de homenaje y recuerdo (¡altar lampedusano!) a los migrantes ahogados en las costas sicilianas. Tenían una inscripción “¿Quién rezará por estas muertes?”. Entre ellas seguro estaban aquellos ahogados que pocos meses antes, en esos pagos, que tuvieron que comprar el aire –¿gratuito?– que todos respiramos. Pagaron para subir a la cubierta y respirar en un barco mafioso pues estaban hacinados en las bodegas.

Recordé mi conversación con uno de los sacerdotes responsables del templo sobre la acogida generosa por parte de las familias a los migrantes llegados a la isla. Hablábamos de las noticias cercanas: de la desaparición de los 400 migrantes justo al año del naufragio que costó la vida a más de 700 personas frente a Lampedusa. Precisamente pocos días antes a nuestra llegada, comenzó la operación destinada a sacar de las aguas del Canal de Sicilia un viejo pesquero en el que quedaron atrapados un montón de migrantes. Para llevarlo a puerto tras reflotarlo. Después retirarían los cientos de cadáveres atrapados en su bodega. Sin aire. Ya para siempre. Y con la información recogida, entre los alientos helados de los trabajadores, revolverían las ropas que vestían los cadáveres y buscarían identidades.

Puerta del Sol 9 de mayo fin estado de alarma

Ellos querrían respirar libertad. Salir de confinamientos mucho más duros de los actuales. Como pedía, un poco antes de aquellas fechas, Hala, una refugiada siria de 16 años, esta vez en tierras griegas. También gritaba al aire y a todo viento que quisiera oírle, aprisionada entre las alambradas de un campo de refugiados, lo horrible que fue su travesía en el mar. Donde estuvieron a punto de morir hacinadas en un pequeño bote más de 70 personas que huían de la guerra siria y de los bandazos de las olas. Contaba como trabajó día y noche durante dos meses en Turquía para llegar a la frontera griega. Y como en el campo de refugiados se sentía tratada como un animalillo. Necesitaba salir de esa cárcel asquerosa del campo de detención “abierto” donde solo el aire era libre. Y pasear y “ver a la gente normal”, no solo a los policías. Escapar de las tiendas empapadas hasta las entretelas porque “era asfixiante vivir así”. Lloraba acordándose de su familia y de su madre. Como cualquier niño. No se avergonzaba de reconocerlo: “No puedo vivir sin ella”. Solo quería –decía entre lágrimas– poder “dar un paseo”.

Un paseo para respirar al aire de la libertad. Muy distinto del que hicieron muchas gentes en España, sin pensar en los demás, en la madrugada del pasado día 9 de mayo para tomar el “aire”.