Como explicaba en mi entrada anterior, los médicos convivimos con la muerte casi a diario y solemos contemplarla sin miedos ni recelos. En ocasiones, como en las demencias que se prolongan o en enfermedades en que los síntomas son difíciles de controlar, se termina aguardando como una liberación.
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Con el paso de los años, hemos aprendido que el morir, como el nacer, tiene unos ritmos y tiempos que debemos respetar. Por lo general, son los vivos quienes desean acelerarlos, rara vez son los moribundos. Esto es algo que he explicado muchas veces a los familiares que acompañan a una persona que se muere, en un intento de ayudar a sobrellevar una situación que puede resultar muy penosa para la que pocas personas se hallan preparadas.
Recuerdos muy nítidos
En nuestra sociedad, en la mayor parte de los casos, es el hospital el lugar donde se muere, y tenemos poca o ninguna costumbre de convivir con la muerte. En época de mis abuelos, la muerte estaba más integrada en el devenir de la vida y la historia de las familias. Mis recuerdos infantiles son a este respecto muy nítidos: mi abuelo paterno agonizaba en su habitación, en una cama articulada que se había traído para facilitar los cuidados, acompañado por oraciones y visitas que hablaban en susurros. Tras la muerte, un velatorio lleno de rosarios y, en otra habitación, vino dulce y rosquillas, porque los que quedan han de seguir viviendo y no se puede consolar a los vivos ni llorar a los muertos con el estómago vacío. El morir se contemplaba como un fenómeno natural de la vida, formaba parte de su fluir cotidiano.
Mi tarea es aliviar los sufrimientos del que marcha y acompañar a los que quedan, que deberán hacer un duelo. Que este proceso sea sano y sanador depende mucho de la relación que existió y de que la despedida haya podido tener lugar; en el mejor de los casos, con paz. En medio de las lágrimas, es tiempo de agradecer el tiempo compartido, expresarle al enfermo que estamos contentos de todas las dichas y las tristezas que hemos pasado juntos y que aceptamos su muerte, aunque nos duela. Ojalá podamos ofrecerle apoyo, cariño y comprensión, a nuestro modo y con nuestras limitaciones.
Decir la verdad
En esta situación, los médicos debemos decir la verdad en la medida en que el enfermo pregunte y quiera recibirla, de la forma más honrada y compasiva posible, dejando alguna puerta abierta a la esperanza. Muchas veces, estas cosas no se verbalizan, sino que se sienten y se muestran. Como expresa con belleza David Werner, a quien mencionaba en la entrada anterior, es responsabilidad del trabajador sanitario ayudar a la gente a aceptar la muerte cuando ya no se puede ni se debe evitar, y consolar a los que quedan vivos.
Como cristiano, pedir y esperar la misericordia de un Dios que creemos siempre mayor que nuestras propias limitaciones, errores y contradicciones de nuestra historia, y que queremos y creemos nos aguarda con sus brazos abiertos más allá de la muerte. Esta es nuestra convicción, nuestra apuesta y nuestra fe; poder vivirlo así se trata de una gracia que imploramos para nosotros y nuestras personas queridas, en la que confiamos y a la que nos acogemos.
Es la convicción que sostuvo a Jesús de Nazaret, a monseñor Romero y a todos aquellos que murieron en su empeño por construir el reino de Dios en esta tierra. Es la apuesta que realizaron en tiempos de tribulación e incertidumbre, les mantuvo firmes cuando les llegó la prueba y les ayudó a vencer el miedo y a soportar la angustia y la duda.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.