En realidad, son muchos. Hombres y mujeres cuya vida pasa desapercibida para los medios, pero no para quienes les rodean. En el mejor de los casos, un día, al atardecer, se los puede encontrar uno al final de la crónica local, ellos y ellas que escribieron el futuro de sus comunidades cuando el presente era una incógnita.
“Morreu”. La noticia de la muerte de Xosé Manuel Carballo me la dio un amigo suyo el mismo día en que acabé el reportaje sobre los curas secularizados, para cuya elaboración su ayuda –siendo él un sacerdote que acompañó en ese proceso a varios compañeros– ha sido inestimable.
Como lo fue su dedicación al mundo rural gallego, donde pastoreó varias parroquias, ninguna de las cuales pudo acoger la semana pasada su funeral por la cantidad de gente que congregó. Le despidieron en un verde prado, bajo una carpa montada para la ocasión, como aquellas en las que representó sus obras de teatro o sus espectáculo de magia.
Sus vecinos le reconocieron hace años ya sus servicios a favor de obras comunitarias –como la reelectrificación de aldeas o el asesoramiento en la siempre peliaguda concentración parcelaria– nombrándole hijo predilecto de Castro de Rei. Como ahora acaba de hacer Córdoba con fray Carlos Romero, a quien acoge, a sus 87 años , como hijo adoptivo. Este dominico manchego llevó dignidad a los obreros cordobeses en la década de los 60 y, además de formación, les procuró las primeras piscinas para refrescar el verano cuando el ayuntamiento estaba en otros menesteres, y llevó a sus hijos de colonias cuando solo veraneaban los de los señoritos.
Y mucho mérito es, por fin, que nada menos que un Papa rescate de ese lugar al que pueden ser relegados curas y religiosos que hacen todo lo contrario que Carballo y Romero, al escritor José Jiménez Lozano, para reconocer en él, con la medalla ‘Pro Ecclesia et Pontifice’, las virtudes del laico en su servicio a la comunidad. A la espera del próximo escándalo que sí llenará páginas, un sentido recuerdo a estos tres hombres de Dios.