“Todavía creo que nuestro mejor diálogo ha sido el de las miradas.
Las palabras, consciente o inconscientemente, a menudo mienten,
pero los ojos nunca dejan de ser veraces.
Si alguna vez he pretendido mentir a alguien con la mirada,
los párpados se me caen, bajan espontáneamente su cortina protectora,
y ahí se quedan hasta que yo y mis ojos recuperamos la obligación de la verdad.
Con las palabras todo es más complejo, pero aun así, si las palabras tratan de engañar,
los ojos suelen desmentir a la boca”. Mario Benedetti. Terapia de soledad.
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El auto del juez sobre el atacante de Algeciras dice: “Alzando la mirada al cielo, grita Alá y le asesta una última estocada mortal”. Probablemente si hubiera mirado a los ojos del bendito Diego Valencia, el sacristán asesinado, hubiera sido otro el resultado. Para cruzar la mirada con Dios quizás sea también muy necesario cruzarla en la tierra con las de los hombres. Sobre todo, las de los indefensos.
Ante este hecho no hago más que pensar en cómo afecta esta noticia (sobre el triángulo emigrantes-musulmanes-católicos) a la gente “normal”, que a veces consume la noticia quedándose solo con el titular intencionado que confirme lo que ya pensaba de antemano. Así se corre el riesgo, según dice Octavio Paz en ‘El laberinto de la soledad’, de que “si nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aísla y nos distingue. Y nuestra soledad aumenta”.
Conocimiento interno del otro
Yo quiero apostar por la profundización del diálogo cotidiano a pesar de todos los pesares. Hay interlocutores que no se “miran a la cara”. No solo en el ámbito político sino en el religioso. Y el diálogo sobra si uno está firmemente convencido de que en la propia tradición hay todo lo necesario para la propia salvación y no cree, al menos, que el otro puede ayudarle a comprenderla mejor. ¿Qué palabra salvadora puede surgir del otro? A lo sumo, la palabra del otro me proporciona un conocimiento etnológico, pero poco más. No es, en modo alguno, un conocimiento salvador, es decir, aquel conocimiento interno del otro (por utilizar una clave ignaciana) que lleva a amarlo profundamente y que transforma radicalmente mi relación con él. Y en donde al exponer lo propio y escuchar lo ajeno se entra más a fondo en las creencias propias.
Y es que el otro, a través de las distintas herramientas de acercamiento (el diálogo a través de los espacios o del pensamiento, o de la religión y la filosofía, de la política, etc.) o de la práctica de las obras compartidas supone una búsqueda conjunta por el bien común (horizonte al que debieran tender todas las religiones) que nos hace descubrir que el otro tiene un rostro como el mío si sabemos mirarnos con transparencia y honradez. Y esto no solo es necesario en lo rimbombante de lo políticamente discurseado, sino en la conversación cotidiana de la gente a pie de vecindad que se relaciona con otros muy diversos, en los barrios, en el mercado, en los deportes… y en las conductas religiosas respetuosas. Transmitir a pie de calle que la vida no se debe parar a golpes.
Golpes crueles que no destrozarán (si era eso lo que pretendía Yasin Kanza, el asesino del sacristán de Algeciras) la permanente inquietud y búsqueda humana por –como dice el papa Francisco– “acercarse, expresarse, escucharse, mirarse, conocerse, tratar de comprenderse, buscar puntos de contacto…, todo eso que se resume en el verbo dialogar. Para encontrarnos y ayudarnos mutuamente necesitamos dialogar. No hace falta decir para qué sirve el diálogo. Me basta pensar qué sería el mundo sin ese diálogo paciente de tantas personas generosas que han mantenido unidas a familias y a comunidades. El diálogo persistente y corajudo no es noticia como los desencuentros y los conflictos, pero ayuda discretamente al mundo a vivir mejor, mucho más de lo que podamos darnos cuenta” (FT, 198).
Cruzando la mirada con el otro, donde puede estar el cielo al que dirigirse.