En su famoso texto “Cartas a un joven poeta”, Rainer M. Rilke le dice a su ocasional discípulo que “tenga paciencia con todo lo que no está resuelto en su corazón y que intente amar las preguntas mismas”. El aprendiz de poeta está ansioso por encontrar respuestas a sus inquietudes y Rilke intenta tranquilizarlo: “No busque ahora las respuestas, que no se le pueden dar, porque usted no podría vivirlas. Y se trata de vivirlo todo. Viva usted ahora las preguntas”. El consejo de este inmenso poeta de Praga excede el ámbito de la literatura y puede convertirse en una potente luz que ilumine nuestras ansiedades en estos tiempos invadidos de preguntas.
Los enormes cambios a los que asistimos en nuestras sociedades y en la Iglesia generan una ansiedad en la búsqueda de respuestas, y es esa misma ansiedad la que nos dificulta aún más encontrar los caminos que buscamos. En la confusión, no tomamos conciencia de una verdad que debería estar muy clara en cualquier corazón creyente: la fe, cuando es madura y adulta, no elimina las preguntas, en ocasiones las multiplica; lo que la fe hace es enseñarnos a vivir con ellas, enseñarnos a convivir con ese misterio que llamamos Dios y con el misterio de su voluntad, para nosotros insondable. En esa espesa noche de preguntas sin respuestas la fe no sirve para adquirir certezas y seguridades sino para “vivir las preguntas” y crecer con ellas.
Una fe superficial, que se ha quedado en el plano de la religiosidad reducida a una relación con Dios en la que es difícil distinguir si hablamos de fe o de supersticiones, es una fe que se siente muy amenazada en los tiempos que corren. Una fe que se reduce a una moral que se intenta vivir o a una ideología que se intenta imponer, es una fe que difícilmente resista a los embates de los cambios que sacuden al mundo y a la Iglesia. Lo más probable es que ese tipo de fe, ante los cambios se vaya endureciendo y se radicalice, probablemente se enceguezca repitiendo lo que ya sabe, lo que cree que es “seguro”.
No es lo mismo tener fe en Jesús que “practicar una religión”, aunque en esa religión se nombre a Jesús a cada momento. Los primeros discípulos creían en Jesús, estaban fascinados con su persona y su mensaje; por él abandonaron sus familias, sus vidas, la religión de sus padres y se lanzaron a una aventura de locos que cambió el mundo para siempre. Las preguntas se amontonarían en sus corazones y más de una vez Pedro habrá recordado aquella frase de Jesús en la última cena: «No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás» (Jn. 13,7). Desde los primeros momentos para un cristiano “creer” fue navegar en un océano de preguntas.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles, y en las cartas de Pablo, podemos descubrir la riqueza y la intensidad de la vida de este inmenso “apóstol de los gentiles”, que llevó la fe a todos los rincones del mundo conocido de entonces. Sin embargo, poco antes de morir Pablo no se alegra de esa heroica tarea realizada entre todo tipo de incomprensiones y peligros, su alegría es otra: “el momento de mi partida se aproxima: he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe”. (2 Tim 4,6) ¡De lo que se alegra es de haber conservado la fe! Se alegra de seguir creyendo en Jesús, de haber apostado toda su vida en el seguimiento del Maestro, esa es su alegría, no lo que hizo sino lo que creyó.
Así es la fe que recibimos de nuestros mayores. No quizás la que recibimos de quienes enseñaron en la Iglesia en estos últimos tiempos, cuando se presentó a la fe como un inexpugnable castillo en medio de un mundo en zozobra, esa es la fe que ahora se siente amenazada y angustiada. La fe de los grandes santos no es esa sino la que expresó en una frase Job y que más cerca nuestro repetiría Santa Teresita de Lisieux: “aunque me matara creería en él”. Así es la fe de esos grandes hombres y mujeres que supieron “amar las preguntas”. A esa fe estamos invitados.