No hay duda que América Latina vive una realidad desgarradora que necesita verse con detenimiento, estudiarse y comprenderse a la luz de nuestra historia y nuestra realidad social. En 1971 Eduardo Galeano publicó ‘Las venas abiertas de América Latina’, libro que trascendió claramente como un símbolo anti imperialista, en aquellos años escribía el autor que “América Latina continúa exportando su desocupación y su miseria: las materias primas que el mercado mundial necesita y de cuya venta depende la economía de la región y ciertos productos industriales elaborados, con mano de obra barata, por filiales de las corporaciones multinacionales. El intercambio desigual funciona como siempre: los salarios de hambre de América Latina contribuyen a financiar los altos salarios de Estados Unidos y Europa”. [1]
La necesidad imperativa de vernos como comunidad
El libro de Galeano sigue concentrando ese desencanto casi 40 años después. Venimos de un pasado extractivo de explotación del oro, del petróleo de nuestros recursos naturales, cuando alguien alza su voz al respecto de la causa ambientalista en la región, su muerte es casi segura, más en Colombia y Guatemala, países que se han crecido en cifras de muertes en los últimos años. Esta situación ha sido documentada por el proyecto Tierra de resistentes. La lucha ambientalista es solamente un ejemplo de la realidad que nos desgarra y que incrementa la protesta en la región. La embestida de la violencia en todas sus formas es un reflejo claro del malestar y la desigualdad social.
La CEPAL señala que “la desigualdad genera barreras muy marcadas que dificultan que las personas asciendan socialmente, logren mayores niveles de bienestar que sus padres o aspiren a que sus hijos los alcancen. Hay un vínculo entre el aumento de los niveles de desigualdad y la disminución de los niveles de movilidad social. En América Latina y el Caribe se observan relaciones estrechas entre el nivel socioeconómico de los padres y el que alcanzan sus hijos e hijas, lo que perpetúa las brechas mediante la transmisión intergeneracional de las oportunidades”. [2] En palabras simples, la forma en cómo se han estructurado nuestras sociedades, hace poco probables que nuestros hijos, hijas y nietas puedan acceder a mejores oportunidades en el tiempo, tendrán que esforzarse más para ir a la universidad, para conseguir un trabajo digno, para disfrutar de una pensión.
La desigualdad lacera a las sociedades sobrepasando el límite de la dignidad, anulando las posibilidades del bienestar en su conjunto. Siguiendo la misma explicación de la misma CEPAL: “un determinante común de los problemas causados por la desigualdad es la ausencia o la baja calidad de la provisión de bienes públicos y externalidades asociadas a la seguridad, la educación, la salud y el medio ambiente, al igual que la carencia de sistemas de reglas que garanticen la igualdad de oportunidades”. [3] Esta falta de un sentido de aprecio por la casa común y también por los otros, contiene una necesidad imperativa de vernos como comunidad, como sistema, como red. A mí me ha llevado a buscar una poesía que leí en una visita al Museo de la Memoria en Colombia- país que resuena en mis pensamientos- es de Gil Faretkade, un abuelo del pueblo Murui-Muinane de la Amazonía colombiana que aquí transcribo:
“Todo lo que hagas se tiene que hacer con el corazón frío. Se tiene que hacer con el corazón dulce. Y se tiene que hacer con ese corazón de estimación al otro. Eso quiere decir que entre los dos mundos hay cosas de palabra caliente y de palabra fría. Palabra caliente es todo lo negativo y palabra fría es todo lo positivo.
Cuando se altera ese orden entonces decimos que hay que enfriar la palabra, hay que endulzar la palabra.
Pero no desde la palabra sino desde el concepto del conocimiento del cuidado de la palabra de vida, de cuidado del aire de vida”.
[1] Las venas abiertas de América Latina, Siglo XXI, 1971, p. 137
[2] La matriz de la desigualdad social en América Latina. CEPAL, Santiago de Chile, 2016, p. 15
[3] La ineficiencia de la desigualdad, CEPAL, Santiago de Chile, 2018, p. 47