No me había fijado en ella, en Ana, a quien el evangelista Lucas no solo menciona sino que la identifica con nombre y apellido, estado civil, oficio e incluso dice cuántos años tenía. Sin embargo, su presencia había pasado desapercibida, para mí, como un elemento decorativo más de un escenario bien conocido.
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Me encontré con ella al oír –vía zoom, obviamente– la homilía de la misa del domingo que la Iglesia dedica a la familia de Nazaret. Mi amigo, el jesuita Gabriel Jaime Pérez, se refirió a Ana como una de las anunciadoras de la buena noticia de la salvación y, por primera vez, me percaté de su presencia. ¿Cómo así que no me había dado cuenta de ella cuando leí en repetidas ocasiones que, en cumplimiento de la ley de Moisés, José y María fueron al templo de Jerusalén a presentar a Jesús? ¿Cómo así que solo me hubiera fijado en que Simeón “lo tomó en brazos y alabó a Dios” (Lc 2,29) y, después, bendijo al niño y a sus padres? ¿Cómo es posible que pasara de largo el párrafo siguiente en el que el evangelista narra que “también estaba allí Ana, una mujer profeta” (Lc 2,36)?
Una mujer que no permaneció en silencio como, según las normas, debían permanecer las mujeres y que, por el contrario, en presencia del niño a quien sus padres llevaban a presentar en el templo “comenzó a dar gracias a Dios y a hablar del niño Jesús a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén” (Lc 2,38), anunciando así la salvación de Dios en la persona de Jesús, niño todavía.
De esta mujer escribe Lucas que era “hija de Penuel, de la tribu de Aser” y que “era ya muy anciana” (Lc 2,36). Cuenta que se había casado “siendo muy joven; y había vivido con su marido siete años”, y “hacía ya ochenta y cuatro años que se había quedado viuda” (Lc 2,36-37). Como quien dice, tenía noventa y uno. Y precisa que esta mujer permanecía en el templo, lo que me llama un tanto la atención porque solo los hombres entraban al templo mientras las mujeres no podían pasar del atrio de las mujeres. Pero ahí estaba, según Lucas. En el templo de Jerusalén, “donde servía día y noche al Señor”, y desde donde proclamó la llegada de la liberación para quienes estaban esperando un enviado de Dios que iba a salvar a su pueblo.
Otras anunciadoras en Lucas
Al encontrar a Ana, una mujer profeta que anuncia la salvación de Dios, comenzaron a desfilar frente a mis ojos otras mujeres que proclaman en la Biblia la presencia del amor y la salvación de Dios. La primera, inmediatamente antes que Ana en el relato de Lucas, es Isabel, que reconoció quién era el hijo que crecía en las entrañas de María, su prima, que la fue a visitar y a acompañar porque su hijo, Juan el Bautista, estaba por nacer. “¿Quién soy yo, para que venga a visitarme la madre de mi Señor?” (Lc 1,43).
Y con Isabel desfila María, que en la anunciación reconoció y aceptó que iba a ser madre de un hijo de quien el ángel le anunció: “el niño que va a nacer será llamado el Santo e Hijo de Dios” (Lc 1,35). Es decir un enviado de Dios, el Mesías que estaban esperando que iba a liberar a su pueblo.
Ellas en el Antiguo Testamento
Debo decir que no habían pasado desapercibidas, para mí, dos mujeres del Antiguo Testamento, profetas también, que anuncian y proclaman la salvación de Dios: la profeta María –hermana de Moisés y de Aarón– que después de pasar el Mar Rojo, bailando y tocando panderetas, al frente de otras mujeres proclamó la salvación de Dios en este acontecimiento de su historia(Ex 15,20-21); y “una mujer profeta llamada Débora, esposa de Lapidot, que acostumbraba sentarse bajo una palmera que había en los montes de Efraím, entre Ramá y Betel, y los israelitas acudían a ella para resolver sus pleitos” (Jue 4,4-5) y que entonó un cántico de alabanza al Dios de Israel que salvaba a su pueblo de las manos de sus enemigos (Jue 5,1-31).
Presentes en el evangelio de Juan
También la mujer samaritana, Martha y María Magdalena son anunciadoras de la salvación de Dios manifestada en la persona de Jesús. El evangelio de Juan pone en labios de cada una de ellas una confesión de fe en Jesús como profeta, como Mesías, como el Hijo de Dios, como el Señor.
Lo reconoció como profeta y como Mesías la mujer samaritana que estaba junto al pozo y a quien Jesús le pidió que le diera “un poco de agua”, rompiendo los protocolos y ante la extrañeza de ella porque un judío no debía tratar a un samaritano ni un hombre podía dirigirle la palabra a una mujer: “¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides agua a mí, que soy samaritana?” (Jn 4,8-9). En una larga conversación al pie del pozo, la mujer le dijo: “Señor, ya veo que eres un profeta” (Jn 4,19); y, unos renglones después, “Yo sé que va a venir el Mesías” (Jn 4,25). Y se convirtió en anunciadora de la salvación de Dios porque se fue al pueblo a contarle a la gente: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será este el Mesías?” (Jn 4,29). El relato de este encuentro concluye con esta declaración: “Muchos de los habitantes de aquel pueblo creyeron en Jesús por lo que les había asegurado la mujer” (Jn 4,39).
Martha reconoció a Jesús como el enviado de Dios cuando salió a su encuentro y en presencia de amigos y familiares que lloraban la muerte de su hermano Lázaro, le dijo: “Yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios” (Jn 11,27), anunciando con sus palabras que su amigo Jesús era portador de la salvación de Dios que su pueblo esperaba. Asimismo María Magdalena, la apóstol de los apóstoles, tras el encuentro al pie de la tumba, según el evangelio de Juan “fue y contó a los discípulos que había visto al Señor” (Jn 20,11), es decir, fue a anunciarles que la salvación de Dios se había manifestado en la persona de Jesús resucitado.