Pasé tan solo tres días por los paisajes de mi infancia. Mi calle, rúa de peregrinos, cada día más desolada, con las puertas cerradas y los balcones vacíos, sin aquellos geranios, reconstruidos a base de esquejes que se pedían las mujeres unas a otras, como el que pide un poco de sal, un diente de ajo o de pimentón para dar color a la sopa. Murió la madre de mi amigo, mi vecino de juegos y correrías, cuando apenas levantábamos poco más de un metro. Y añoré la búsqueda de gusanos para pescar, en las orillas del río, o las tardes de domingo jugando a los indios bajo la gran mesa del taller de la sastrería de su padre.
Antes, los vecinos, eran como la propia familia. Cruzábamos la calle, sin miedo a los coches, que apenas había, y entrábamos en nuestras casas sin pedir permiso, corriendo y gritando el nombre del amigo. Está en el comedor, o arriba, nos contestaba una voz desde la cocina del fondo de nuestras estrechas casas. Y si estaba enfermo, o recién operado de anginas, nos sentábamos sobre la cama y pasábamos horas hablando de la próxima caseta de palos y ramas que pensábamos construir en una isla que había en medio del río, o mirar cómo nos podríamos hacer en el taller con unos rodamientos para montar un patinete y tirarnos como locos por las cuestas de las calles. Éramos pobres, pero disfrutábamos con poco o con nada, a base de creatividad e ilusiones. ¡Eso sí que era reciclaje!
Antes vivíamos juntos
La celebración de las exequias fue en la parroquia de siempre, la de las catequesis con bolas de anís y rifa de estampas, la de las poesías a la Virgen, la del portal de Belén con nosotros vestidos de pastores y lavanderas, mirándonos de reojo, sin que nos de la risa, esperando la adoración de los Magos, de unas raras barbas blancas y caras de corchos tiznados. Allí estábamos todos, ya mayores, aquellos que recordamos con nostalgia las relaciones de vecindad, los que vemos como el tiempo se nos pasa, y vamos cerrando capítulos de nuestro libro de la vida, y muchos de los que queremos ya no salen en los nuevos.
Los anclajes de vecindad construían o daban fuertes matices a nuestra personalidad. Vivíamos juntos: el sufrimiento, las ilusiones, la vivencia de la fe, las contrariedades, la diversión y toda la bondad e integridad que había en nuestras personas mayores, nos configuraron más que cualquier libro, que cualquier viaje…
Ahora, que no tenemos tiempo para nada y poseemos casi todo, ahora que necesitamos más que nunca un abrazo o que nos escuchen un rato, nuestros nuevos vecinos se asoman a la pantalla de nuestro móvil respondiéndonos con un emoticono.
¡Ánimo y adelante!