La lucha interior que sufre el mensajero de la Palabra de Dios, y que tan bien expresa el profeta Jeremías, es algo que nos resulta familiar: es la tensión entre ser fiel a la vocación que hemos recibido y las ganas de tirar la toalla y no complicarnos la vida. Y no es solo en este tiempo que nos ha tocado vivir, sino siempre. Seguir las huellas del Señor no trae más que dificultades, incomprensiones e incluso persecución (también psicológica) por muchos de nuestros familiares o de los que creemos amigos, pero no respetan ni de lejos nuestra forma de vivir o de pensar… aunque en el vivir, quizás, nos diferenciamos muy poco.
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Por otra parte, vemos a Jesús cómo prepara a los suyos, creando las bases de las comunidades misioneras dentro de un mundo pagano. Estas recomendaciones de Jesús se llaman “discurso de la misión”. Antes de enviar a sus apóstoles a predicar el Reino ante una sociedad hostil y previendo que la tentación de desánimo será fuerte, les insiste tres veces, como signo de totalidad “No tengáis miedo”.
Esta vieja sociedad, en la que vivimos, cada vez más parecida a la sociedad pagana del tiempo de los apóstoles, también a los creyentes de hoy nos genera miedo. Parece que cada día hay novedades que nos sacan de nuestro costumbrismo o de nuestras tradiciones y nos vemos agobiados, y encerrados, como mecanismo de defensa, ante la inseguridad que nos provoca lo nuevo, ya sea por desconocido o porque no sabemos cómo manejarnos ante estas nuevas situaciones.
Miedos profundos
Pero también hay miedos nacidos de lo más profundo de nuestro propio ser: el cansancio, la comodidad, la calumnia y la defensa de la verdad, que nos hace perder nuestras propias amistades, los silencios defensivos y protectores, la incoherencia en la vida, es decir, las diferencias (muchas veces no tan sutiles) que hay entre lo que pensamos, decimos o vivimos… Miedo a expresar nuestras dudas y sentimientos, miedo a que nos conozcan en nuestra fragilidad, miedo a descubrir con valentía lo que pienso… miedo a cambiar. ¡A cambiar también nuestra Iglesia!
Sí. Cuántas veces va rondando en nuestro corazón la sensación de que hay algo importante que chirría –como un motor averiado–, pero tenemos miedo a emprender una reestructuración psicológica y espiritual, porque nos iba a obligar a cambios importantes. ¿No te parece que nuestras instituciones, también las diócesis, son como grandes olmos, que han crecido lentamente a lo largo de los siglos, que aparentemente son frondosos y con un grueso tronco, pero que va lentamente secándose por la grafiosis? ¿No hay demasiadas ramas que intentamos mantener, y tenemos miedo a la poda de control de saneamiento? Nuestras diócesis son como estos grandes árboles con una frondosa presencia, pero apenas sin raíces. Las antiguas y fuertes raíces han cumplido su misión y se han secado.
Son necesarias muchas dosis de confianza y no tanto de valentía, como gran remedio contra todos los miedos. La confianza no evita el miedo, pero nos enseña a integrarlo correctamente en nuestra conducta. La confianza, en que el árbol seguirá con vida, es poniendo remedio a nuestros males y no andarnos por las ramas. Tendremos que decir con san Pablo: “Sé de quién me he fiado”, y a trabajar. ¡Ánimo y adelante!