Ya cantamos emocionados “esta noche es Nochebuena” y, también, ya dijimos con cierto alivio, “ya pasó la Navidad”. Después de la agitación navideña la vida vuelve a transcurrir en la acostumbrada normalidad. Quizás ahora sea tiempo de preguntarnos: ¿entre aquel emocionado canto y este aliviado “ya pasó”, ocurrió algo importante, descubrimos algo nuevo, alguna de las frases que escuchamos o dijimos se convirtieron en una realidad?
Podemos enfocar el tema desde el punto de vista más conocido y obvio: si nos dejamos atrapar por el desenfreno consumista y el bombardeo de la televisión, entonces a lo que asistimos fue a una “antimeditación”. Meditar es permanecer en silencio ante el misterio de ese recién nacido recostado en el pesebre, dejarnos conmover ante ese Niño que revela la manera de hacerse presente Dios entre los hombres ¿eso hicimos?
O acaso lo que vivimos fue todo lo contrario, algo más parecido a la alienación que a la experiencia que transforma y enriquece. Lo sabemos muy bien: dejarnos llevar por el barullo de las fiestas entre comidas, bebidas y dispersiones varias, es todo lo contrario de aquello a lo que fuimos invitados. Esa “Navidad sin Jesús” que nos propone hoy la cultura, convierte “las fiestas” en un encuentro vacío de significado, poblado de duendes, estrellas de colores y fuegos de artificio, fugaces y efímeros como la alegría y la paz que prometen vanamente.
Pero también podemos observar lo ocurrido en estos días desde otro ángulo. Quizás decidimos aprovechar la Navidad para “ir a misa” y vivir las fiestas “cristianamente”. Esa celebración ¿nos permitió detenernos ante el misterio del Dios-hecho-hombre? O nos encontramos con otro “consumismo”, con otro ruido y otra agitación: la repetición de gestos, canciones y homilías que no nos facilitaron el encuentro con el misterio de ese Niño, que no nos dejaron perplejos ante el mensaje conmovedor y entrañable de ese pesebre misterioso.
Duele decirlo, pero también en nuestras iglesias se puede vivir una “Navidad sin Jesús”. ¿Cómo? ¿Acaso porque las ceremonias no estuvieron bien preparadas? No, el problema no es ese, se trata de algo más profundo: si “vamos a la misa” con la misma actitud con la que miramos televisión, es decir, como espectadores, el misterio no se presentará ante nosotros y la hermosa ceremonia habrá sido solamente eso, algo admirable, muy emocionante quizás, pero que no cambiará en nada nuestra vida.
Lo que pasa es que tanto el pesebre como la cruz no admiten una actitud distraída y superficial. La humanidad y la proximidad del Señor nos manifiesta y también nos oculta el misterio. Cuando nos aproximamos al Señor sin llevar el corazón en la mano, sin estar dispuestos a dejarnos interpelar, entonces el misterio desaparece, solo somos capaces de ver un niño en un establo y decir “qué belleza”. No entendimos nada.
Si estuvimos atentos, escuchamos estas palabras de Simeón en la liturgia: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción… Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos”. (Lc 2,33) Ante el pesebre, los que estamos desnudos somos nosotros, no el niño.
Si somos capaces de ver en esa tierna imagen un enorme espejo, y no solo el recuerdo de aquella noche en Belén, entonces podremos meditar el misterio y superar esa “antimeditación” en la que estamos atrapados.