¿Por qué un poeta utiliza heterónimos? Quizás porque intuye que cada hombre alberga infinidad de voces con una perspectiva diferente de las cosas. La controversia es una de las actividades más fructíferas del ser humano, pues la verdad casi nunca es una evidencia definitiva, sino algo que se descubre poco a poco, contrastando ideas, iluminaciones y paradojas. Antonio Machado recurrió a Juan de Mairena y Abel Martín para desdoblarse, objetivando las dudas y certezas que se agitaban en su interior. A pesar de esas gotas de sangre jacobina que circulaban por su sangre, Machado entendía que era imposible comprender y explicar lo humano, prescindiendo de Dios. Abocados a un diálogo permanente, el hombre y lo divino son los dos polos esenciales del misterio del ser, esa totalidad que nos envuelve y que nos produce tanta perplejidad. Arrojados al tiempo, anhelamos lo infinito, pero la experiencia nos enseña que nada permanece. Ese conflicto ha convertido al ser humano en la especie que se caracteriza por la angustia, pues el único viviente que conoce su finitud y no cesa de plantearse si la muerte es un límite irreversible o un tránsito hacia algo diferente.
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Se ha apuntado que Machado oscila entre el panteísmo, el inmanentismo y el ateísmo, sin advertir que la preocupación fundamental del poeta es comprender la discontinuidad entre el ser y la nada, una antítesis que promueve la interpretación de la trascendencia como alteridad radical. Aunque en algunos momentos incurre en el escepticismo y el nihilismo, Machado entiende que la misión de la poesía es meditar sobre el fundamento último de lo real, algo imposible sin una actitud de escucha y diálogo. Diálogo con otros hombres y con la naturaleza, que no es materia muerta, sino vida en permanente eclosión. En ese diálogo, la poesía se revela como permanencia. En el río del tiempo, la palabra perdura. Tal vez por eso se ha identificado a Dios con el Logos. Machado se pregunta si la conciencia individual solo es un ápice de una conciencia cósmica que todo lo abarca. Esa posibilidad no extingue el anhelo de superar el límite temporal que acota la existencia individual. Machado aventura que Dios es heterogeneidad absoluta y que está más allá del ser. Por eso nunca lo encontraremos. La metafísica occidental ha intentado explicar a Dios empleando las categorías de la lógica, sin entender que Dios desborda los conceptos. No podemos reducir lo divino al principio de causalidad, ni a las nociones de sustancia, creación o identidad. La tradición filosófica asumió la concepción aristotélica de Dios como “ente”, sin comprender que Dios es diferencia. No es algo acabado y definitivo, sino un evento. Heidegger afirma que la metafísica ha rebajado a Dios al orden de los seres. El deseo de hacerlo inteligible lo ha transformado en algo banal.
Antonio Machado considera que las pruebas sobre la existencia Dios son insatisfactorias. La trascendencia no puede explicarse mediante deducciones e inferencias. Dios es algo que llevamos dentro y que todos hacemos. La angustia, que anticipa nuestra muerte, es la tensión que nos mantiene en contacto con lo trascendente. Machado habla de un Dios que deviene, pero descarta el panteísmo, donde advierte un fondo horrible, aceptando tan solo que Dios es pura y total alteridad. Machado no cree que Dios se encarnara para redimir el pecado original, sino para expiar la culpa de haber creado el mundo, siempre acechado por la muerte. La nada es una creación divina y constituye un pecado cósmico. Dios se hizo hombre para redimir esa abominación. Aquí Machado rescata uno de los lugares comunes del Romanticismo, según el cual el hombre es tan desdichado como la criatura engendrada por Victor Frankenstein. Todo acto creador es reprobable, pues el precio de la vida es la muerte.
El hombre como mónada fraterna
Machado contempla con simpatía a Cristo, al que identifica con el amor y la fraternidad. Por el contrario, no siente aprecio por Sócrates, que ha interpretado a Dios como razón, preparando el terreno a la síntesis entre aristotelismo y cristianismo. Cristo representa el encuentro con el otro, la fe como una experiencia de comunión con nuestros semejantes y con ese Tú trascendente al que llamamos Dios. Machado especula que tal vez no habría que reprochar a Dios la creación de la nada, pues sin la expectativa del no-ser, sin la certeza de un límite y una imposibilidad, el hombre no podría haber constituido su identidad. La muerte imprime espesor y sentido a nuestro existir. La expectativa de la nada nos permite pensar el ser, saliendo de la apatía de la conciencia animal. Machado denomina “momento erótico” al descubrimiento de la heterogeneidad como rasgo esencial de la divinidad. De este modo, se sitúa en la estela de teología negativa, según la cual solo podemos saber lo que Dios no es, ya que está más allá de todo lo que podemos conocer y concebir. Para Machado, el hombre es una especie de “mónada fraterna” que busca incansablemente a Dios. Dios ni siquiera es existencia, pues la existencia acontece en el tiempo y Dios vive en lo eterno.
La “teología para poetas” de Machado no coincide con la de ninguna iglesia, pero atribuye a la experiencia religiosa una profundidad moral y existencial inconcebible en el ateísmo. En Juan de Mairena, el ateo es descrito como un individualista que no cree en Dios ni en el prójimo, pues “carece de la visión o evidencia de lo otro”, sin la cual no es posible pasar “del yo al tú”. La figura de Cristo es tan importante porque nos incita a superar el individualismo racionalista, abriéndonos al otro y a lo Otro. Es decir, a nuestros semejantes y a Dios. Machado nunca dudó de la divinidad de Cristo, si bien no le atribuyó el papel de cordero sacrificial. En Apuntes íntimos, escribe: “Siempre estimé como de gusto deplorable y muestra de pensamiento superficial el escribir contra la divinidad de Jesucristo. Es el afán demoledor de los pigmeos que no admiten más talla que la suya”.
Machado opinaba que una civilización que pierde el sentido de lo religioso se vuelve trivial e insolidaria. En Los complementarios, afirma: “Los pueblos que alcanzaron un alto grado de prosperidad material −Francia, Alemania, Inglaterra, Italia− y también un alto grado de cultura (lo uno no va sin lo otro) tienen un momento de gran peligro en su historia, peligro que solo la cultura puede remediar. Estos pueblos llegan a padecer una grave amnesia, olvidan el dolor humano. Su civilización se superficializa, toma el sentido de la utilidad y del placer, olvidan esa tercera dimensión del alma humana, el fondo religioso de la vida, el sentimiento trágico de ella, que dice el gran Unamuno; dejan de lado los problemas esenciales y paralizan, sin saberlo, los íntimos resortes de la civilización”. Jesús nunca olvidó el dolor humano. De hecho, mostró preferencia por los pobres, enfermos y excluidos. A diferencia de Unamuno, Machado no se sentía atraído por el Jesús crucificado, sino por el que resucitó y caminó por el mar. Así lo manifiesta en los versos finales de “La saeta”:
¡No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en la mar!
Castilla, tierra de místicos
Machado nunca ocultó su hostilidad hacia la Iglesia católica, a la que consideró responsable de deformar el mensaje cristiano, poniéndolo al servicio de los poderes terrenales. La jerarquía eclesiástica había postergado la fraternidad, pues había considerado más útil alimentar el sentimiento de culpa para manipular y controlar las conciencias. Machado es anticlerical, pero no anticristiano. En eso se parece a Galdós. No comparte el cristianismo trágico de Unamuno, atormentado por el miedo a la muerte, ni incurre en esteticismos como los de Rubén Darío, Gabriel Miró o Azorín. Su espiritualidad es más filosófica. Machado afirma que Dios es la alteridad radical. La razón no puede explicar su realidad, pero el simple hecho de pensar en Dios nos conduce a una posición moral. La trascendencia, inasequible para la razón, siempre es un impulso hacia el otro, una salida de uno mismo que expresa un propósito de fraternidad. Personalmente, solo reprocho a Machado que haya situado a Dios en un territorio inaccesible, algo que lo separa trágicamente del hombre. Cristo tal vez no agota el misterio de lo sagrado, pero lo coloca en una escala humana, posibilitando la esperanza. La preocupación de Machado por el ser se inscribe en la misma búsqueda que impulsó la filosofía de Heidegger y la poesía de Rilke. No es un camino estéril, pero es un camino insuficiente. Lévinas comprendió mejor la esencia de la religión, destacando que su objeto no es la existencia, sino el existente. Machado aborda el tema de Dios desde distintas perspectivas. Desde mi punto de vista, la más fructífera se encuentra en Campos de Castilla. Allí despliega una espiritualidad austera y sencilla, basada en la contemplación y el despojamiento. Al igual que el desierto, la estepa castellana depura la palabra, circunscribiéndola a lo esencial. Machado invoca a Dios, abrumado por su misterio:
Ayer soñé que veía
a Dios y que a Dios hablaba;
y soñé que Dios me oía…
Después soñé que soñaba.
En esos momentos, Machado parece el hijo espiritual de san Juan de la Cruz, que buscó a Dios en la soledad y el silencio. Sabe que está en el terreno de la mística y no lo oculta:
¡Teresa, alma de fuego;
Juan de la Cruz, espíritu de llama;
por aquí hay mucho frío, padres, nuestros
corazoncitos de Jesús se apagan!
Machado se dirige a Dios como padre y creador, como presencia que se manifiesta en todo lo que vive y como criatura que forja su alma en su contacto con el hombre. Desde su punto de vista, nada vale una fe sin amor. La verdadera fe nace del corazón y se manifiesta como caridad.
Dios no es el mar, está en el mar; riela
como luna en el agua, o aparece
como una blanca vela;
en el mar se despierta o se adormece.
Creó la mar y nace
de la mar cual la nube y la tormenta;
es el Creador y la criatura lo hace;
su aliento es alma, y por el alma alienta.
Yo he de hacerte, mi Dios, cual tú me hiciste,
y para darte el alma que me diste
en mí te he de crear. Que el puro río
de caridad que fluye eternamente,
fluya en mi corazón. ¡Seca, Dios mío,
de una fe sin amor la turbia fuente!
Machado admiraba a Unamuno. Sus temperamentos eran distintos, pero los dos concebían la vida como lucha y agonía. Machado admite que vive un conflicto permanente consigo mismo:
No extrañéis, dulces amigos,
que esté mi frente arrugada.
Yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.
Machado fue un poeta de heterónimos. Su mente chispeaba en distintas direcciones, ignorando las leyes lógicas. Honesto e implacable buscador, poeta del desierto y el mar, irónico y agudo, su poesía siempre será terreno fértil para el que anhela la verdad.