Si observamos quiénes son los que escuchan las homilías, leen los mensajes del Papa o los obispos, y están interesados en su propia formación religiosa, será fácil descubrir que casi en su totalidad se trata de personas que pertenecen a la Iglesia, y por lo tanto se supone que ya conocen el Evangelio, que ya han sido conmovidos por la Buena Noticia de Jesús. Por otra parte, aquellos que invierten algo de su tiempo en esas actividades son una minoría, la inmensa mayoría de los cristianos no lo hace. Aparentemente, para ellos Jesús es alguien ya conocido y no muestran interés en agregar algo a ese conocimiento que ya tienen.
Podemos mirar las cosas desde la “otra vereda”. Quienes predican en las iglesias, escriben mensajes para el “pueblo de Dios” u organizan cursos, seminarios o carreras universitarias, se dirigen a un público que ya conoce las cuestiones elementales de la fe y se consideran a sí mismos cristianos. La principal preocupación en estos casos será lograr un poco de atención y un “mayor compromiso”.
Mucho se ha hablado y se habla de las dificultades que tiene la Iglesia para comunicarse con “el mundo”. Pero todo indica que la dificultad de comunicación es algo que primer lugar debería plantearse hacia el interior de la Iglesia.
¿A quién le hablamos? ¿Para qué? ¿Quién escucha y por qué? ¿A quiénes queremos escuchar? Hay muchos cristianos que prefieren comunicarse con aquellos que no forman parte del mundillo eclesiástico, en ese ambiente se cansan de oír siempre lo mismo. Tampoco faltan los miembros del clero que se sienten más a gusto con quienes no pisan una Iglesia que con sus feligreses, con ellos comparten solo algunas ceremonias o reuniones organizativas de actividades comunitarias.
No es de extrañar, entonces, que después de mucho tiempo (¿siglos?) de hablar o escuchar de la misma manera y sobre los mismos temas, la situación se haya tornado cuanto menos “algo aburrida”. Ya a finales del siglo XIX, con cierta irreverencia, Friedrich Nietzsche advertía sobre la presencia en nuestros sermones de un ‘espíritu pesado’ y, sobre todo, de ‘moralina’, de ese veneno de la “moralización pesimista y amargada” y de esa “orgullosa y taciturna falsa solemnidad”.
¿Una Iglesia sin Jesús?
¿Cómo hicimos para lograr que para millones de personas la figura de Jesús y sus palabras hayan dejado de ser una buena noticia, sorprendente, fascinante? Seguramente influyeron muchos factores, pero el principal también habría que buscarlo en el ámbito de la comunicación: se transmitió el Evangelio como se transmite un concepto, una gran idea; se lo redujo a un gran conjunto de ideas “para llevar a la práctica”.
Si bien la afirmación primera de cualquier catecismo siempre expresó que el centro de la vida del cristiano era el encuentro vivo con el Señor, el acento de homilías y mensajes poco a poco se fue poniendo no en el encuentro en sí mismo, sino más bien en lo que este implicaba. Lo importante era que quedaran bien claras las consecuencias de haber “conocido a Jesús”, de “ser cristiano”; las responsabilidades que de ahí se seguían y los peligros que se corrían si uno se apartaba del buen camino.
¿Cómo se logró presentar las cosas de tal manera que “pensar bien” y “actuar correctamente” se convirtieran en algo más importante que conocer a Señor, amarlo, tener con él una relación personal y verdadera , sentir su presencia y compañía, vivir la alegría de encontrarlo vivo en los evangelios, en la liturgia, en el amor a los hermanos, en el servicio, en el dolor o en el compromiso?
En algún punto del camino, el conocimiento de Jesús comenzó a darse por supuesto y dejamos de hablar de él. Curiosamente, en demasiados casos las iglesias dejaron de ser lugares en los que se buscaba a Dios y comenzaron a ser espacios en los que se hablaba y se vivía como si ya se lo hubiera encontrado. Dios dejó de ser “un misterio impenetrable” que “habita en una luz inaccesible” y fue reemplazado por una moral bastante simplificada, o una ideología de izquierda o de derecha.
La verdad es que no sabemos casi nada de Jesús. O, mejor dicho, que lo que sabemos de él es poco, muy poco, apenas una sombra, lo conocemos –como decía Pablo– “como en un espejo”, y los espejos nos devuelven nuestra imagen invertida y distorsionada.
¿Cuál es la buena noticia para los cristianos? La Buena Noticia para los que ya conocemos algo del Señor es que eso que conocemos es apenas un principio, que tenemos mucho más por conocer y sorprendernos. Deberíamos repetirlo cada día: la novedad de la figura del Señor es inagotable, siempre estamos comenzando, siempre hay más por descubrir.