En casi todas las sociedades más o menos desarrolladas es necesario superar algunos exámenes teóricos y prácticos para lograr una licencia que permita conducir vehículos por la vía pública. En algunos casos, las condiciones que se exigen para lograr la ansiada autorización significan, para quien intenta acceder a ella, un esfuerzo bastante considerable.
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La incertidumbre nos persigue
Curiosamente, estos tiempos marcados por la pandemia parecen exigirnos a todos otro tipo de habilidades: quizás pronto será necesario aprender a no conducir, a no conducir nuestras instituciones o empresas, a no conducir las comunidades, ni las familias o, incluso, aprender a no conducir nuestras vidas. Todos lo estamos experimentando: cada mañana se abre ante nuestra mirada un panorama incierto y cada noche estamos aprendiendo a dar gracias por estar vivos. La incertidumbre nos persigue a cada paso. Es imposible imaginar la agenda del año que tenemos por delante, apenas podemos planear algunas actividades para la semana próxima.
Así como aquellas licencias para conducir vehículos exigen conocimientos teóricos y también prácticos, nuestra realidad cotidiana también nos está demandando, para saber no conducir, además de nuevas teorías y prácticas, otras maneras de hacer y de actuar a las que no estamos acostumbrados. Hemos nacido en una cultura que nos enseñó la importancia de tener “todo bajo control”, en sociedades en las que el éxito dependía de nuestra capacidad para organizarnos, en comunidades fundadas en torno a horarios, agendas, ritmos que se repiten y que aseguran llegar a buen puerto. ¿Cómo sobrevivir sin esas salvadoras y orientadoras rutinas? ¿Cómo no soñar con una “nueva normalidad”, con espacios y tiempos regidos por “normas”? Aprender a no conducir es más difícil que aprender a conducir.
No lleven nada para el camino
Quizás sean tiempos para volver a escuchar al Maestro de Galilea cuando dice: “’no lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno.” (Lc. 9,3) Es decir, sus amigos no debían llevar nada de lo que habitualmente se llevaba para hacer el recorrido que tenían por delante. En otros términos: los estaba invitando a ir “a la buena de Dios”, solo confiando en el Padre del cielo. Este consejo es imposible proponerlo hoy a quienes deben conducir países o empresas, pero siguen siendo palabras llenas de sabiduría para quienes tenemos que aprender a no conducir nuestras vidas, o las de nuestras familias o comunidades. Son tiempos para aprender a vivir “como los lirios del campo y las aves del cielo”, para aprender a confiar como confían los niños en sus padres. Son tiempos que, por lo tanto, esconden una riqueza extraordinaria.
Quizás nuestras comunidades eclesiales estén llamadas en estos días a convertirse en escuelas en las que se enseñe a no conducir, a convertirse en espacios para aprender, día a día, como viven desde siempre los pobres. Cuando el Maestro nos invita a no llevar nada para el camino, nos está invitando a ser pobres, es decir, a ser “¡bienaventurados!”. Es probable que en nuestras comunidades hayamos insistido demasiado en conducirlo todo y hasta hayamos intentado enseñar cómo se conduce a Dios para que haga nuestra voluntad. Benditos sean estos tiempos que nos enseñan a vivir como aquellos lirios, “si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres de poca fe!” (Mt. 6,30).