JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
“Los gases más letales vienen de dentro y se fabrican a la sombra de las propias comunidades cristianas…”
Como en Siria, también en la Iglesia hay un incontrolable arsenal de armas químicas en manos –y bocas– de indeseables. Son de uso común y basta, para ello, quitar la espoleta cerebral a algunas lenguas que, sibilinamente –de momento al menos– propalan medias verdades, habladurías o maledicencias de efectos corrosivos en la vida e imagen de a quienes van destinadas.
En España hay muchos ejemplos de estas víctimas. Se marcan con una diana y se lanzan los gases tóxicos que, como los alfileres de un entomólogo, acaban paralizándolas, expuestas a juicios sumarísimos donde apenas tienen derecho a defenderse. Los efectos sobre su vida y obra suelen ser permanentes, aun cuando en algunas ocasiones sean tratados con el bálsamo de la reparación, de alivio pasajero, pues suele llegar demasiado tarde.
De los efectos nocivos de estas lenguas de destrucción masiva (que se lo digan a la Vida Religiosa), que en ocasiones intenta hacerse pasar por mera crítica pero a la que delata su aversión a la caridad, está siendo incluso víctima el propio papa Francisco. Y no tiene que ver con las salidas de personajes como Sánchez Dragó, absolutamente desconcertado con lo que denomina “vuelo gallináceo” del “Papa Perón”, juicios propios de quien está acostumbrado a abusar del gas de la risa tonta.
No, los gases más letales vienen de dentro y se fabrican a la sombra de las propias comunidades cristianas, un “fuego amigo” que se puede activar incluso con las manos entrelazadas y mirando al cielo, sin pestañear.
De sus efectos –con ese desparpajo que irrita a algunos y que confunden con la demagogia– habló hace pocos días Francisco en una de sus homilías en Santa Marta, un manual de obligada lectura para aquellos párrocos que quieran tener a sus fieles cinco minutillos sin bostezar en misa. “Esto –dijo el Papa– sucede cada día en nuestro corazón, en nuestras comunidades cada vez que se acoge a alguien hablando bien de él el primer día y, después, cada vez menos hasta llegar a la habladuría hasta el punto de despellejarlo. Quien, en una comunidad, parlotea contra un hermano, acaba por quererlo matar”. ¿Habrían llegado ya a sus oídos las chanzas que se empiezan a hacer a su costa?
Según Francisco, esto pasa cuando en una comunidad, en una familia, en una parroquia, no se está con el Señor. Por mucho que quienes expelen estas toxinas no dejen de invocar su nombre, me atrevo a añadir modestamente.
En el nº 2.862 de Vida Nueva.