Hace 45 años, España ya estuvo a punto de romper con la Santa Sede. Aún faltaban ocho años para que el PSOE ganase las elecciones y pudiese empezar siquiera a barruntar que quería cambiar las relaciones con los obispos, que al final es a lo que todos reducen sus relaciones con la Iglesia. No, entonces fueron los católicos de misa diaria los que quisieron dar un bofetón a la Santa Sede. ¿La razón? Para Franco y sus ministros, aquella era una Iglesia traidora y perjura, porque empezaba a pasarse los principios del Movimiento que había jurado por el arco del Evangelio.
Hoy, los bisnietos de aquellos ministros de comunión diaria, los nietos de los que pintaron Madrid con aquel ‘Tarancón al paredón’, les llaman también traidores porque dicen que los obispos tragan con la exhumación de Franco para que los socialistas no les quiten la asignación tributaria –que apuntalaron como ningún otro Gobierno– y para que no les cobren el IBI. Y para que no lo olviden, se lo recuerdan a golpe de espray en la Nunciatura, en la catedral de la Almudena o en significativas parroquias de Madrid.
Hoy como hace 45 años, los obispos insisten tanto en su postura con respecto a la exhumación como entonces en su apoyo a la homilía de Añoveros para no recaer en la tentación de mezclar la espada con la cruz. Y hoy van cayendo en la cuenta de que la exhumación de Franco es buena para enterrar definitivamente aquel nacionalcatolicismo.
No he escuchado a quienes se indignaron por el asalto a la capilla de la Complutense hace unos años reprobar a quienes ahora pintarrajean templos y acusan a la Iglesia de cobarde. A ver si al final la presidenta de la Comunidad de Madrid va a tener que proteger las parroquias de sus compañeros de coalición.