En la sociedad actual, la belleza ha dejado de ser simplemente una cualidad física para convertirse en una especie de moneda de cambio. Especialmente para las mujeres, el valor parece medirse en términos de apariencia, como si el rostro y el cuerpo fueran los únicos atributos que definen el ser. Desde edades tempranas, muchas mujeres internalizan la creencia de que su valía está ligada a lo que se refleja en el espejo. Sin embargo, esta atadura a los cánones estéticos impuestos no solo resulta tóxica, sino que también genera una lucha constante, un conflicto interno que va mucho más allá de lo superficial.
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A lo largo de la vida, las mujeres enfrentan múltiples presiones relacionadas con su apariencia y, conforme pasan los años, estas expectativas parecen pesar más. En mi caso, no fue hasta los últimos cinco años que comencé a sentir esta carga de manera más intensa. El paso del tiempo, los cincuenta años y una fractura que me dejó físicamente incapacitada, me hicieron enfrentar una nueva realidad: ya no tenía la capacidad de mantener la imagen de “perfección” que la sociedad demanda.
Tiempo de tristeza
Ver mi rostro marcado por el dolor y el cansancio, sumido en la tristeza al no poder peinarme ni maquillarme por mí misma, me llevó a reconocer cuánto me afecta el ideal de belleza y cómo había permitido que este definiera mi percepción de mí misma.
Durante días, me encontraba atrapada en una espiral de autocrítica, luchando por alcanzar una imagen que creía necesaria para ser aceptada. Me exigía lo imposible, sin tomar en cuenta mis circunstancias, y me trataba con una dureza que jamás emplearía con nadie más. Esta batalla interna me hizo darme cuenta de lo dañino que puede ser el concepto de belleza cuando se convierte en una atadura.
Reflejo de un alma en paz
Me había convencido de que debía ser siempre “bonita”, como si eso fuera una obligación, como si mi valor dependiera de ello. Pero la belleza, como aprendí con dolor y autodescubrimiento, no es algo físico. Es el reflejo de un alma que vive en paz, en libertad, y yo había estado prisionera de una autoexigencia sin sentido durante demasiado tiempo.
El proceso de liberación de este corsé emocional no fue fácil. La sociedad y, en particular, el machismo en el que fui criada, me inculcaron que la “santidad” femenina radicaba en ser bonita y calladita, en ser discreta y modesta. Cualquier expresión de mi feminidad debía ser recatada. No podía disfrutar de mi cuerpo, de mi sensualidad, sin sentir vergüenza o culpa. Ser bella y sexy era algo reservado para otras, mientras que yo debía seguir manteniendo las alas replegadas.
Concurso de belleza
Recuerdo con claridad un episodio de mi juventud, cuando participé en un concurso de belleza. Tenía 19 años y mi conflicto interno era abrumador. A diferencia de las demás concursantes, que lucían sus cuerpos con orgullo, yo me tapaba, incómoda con mi propia imagen. Con el tiempo y las fracturas, que me rompieron tanto el cuerpo como el alma, empecé a desafiar ese recato infantil. Poco a poco, me atreví a vestirme para mí, no para los demás. Descubrí que la belleza no es algo que deba usarse para impresionar o encajar, sino una coherencia interna, una sensación de bienestar con uno mismo. Si a los demás les agrada, mejor; pero, si no, eso no debería importarme.
Otro aspecto terrible de la atadura a la belleza es la comparación constante entre mujeres. Esta competencia silenciosa y, a veces, inconsciente, genera una presión inhumana. Siempre habrá alguien con más cintura, con menos kilos, con el cabello más dócil o las pestañas más largas, y, en esa comparación infinita, una siempre sale perdiendo. Esta carrera por ser “suficiente” en términos estéticos es agotadora y, muchas veces, destructiva.
Idealizar imágenes irreales
Nos lleva a idealizar imágenes irreales, como bien lo expone la escritora Brené Brown al recordar cómo trató de imitar a la protagonista de ‘Flashdance’, sin saber que el personaje era el resultado de cuatro actrices distintas. Así también, yo me encontré tratando de alcanzar un ideal imposible, uno que solo me llevaba a frustración y agotamiento.
La belleza que aspiro a alcanzar es una que no está exenta de sufrimiento ni de soledad, ni vejez ni fragilidad, pero que es genuina y fiel a lo que Dios soñó para mí. Acepto que nunca tendré una cintura de avispa ni un cabello sin ‘frizz’, pero he ganado algo mucho más valioso: la capacidad de amarme tal como soy, sin represión ni máscaras. La belleza, como he descubierto, es el reflejo del alma en todo lo demás que puede embellecer la vida de los demás, pero parte en mi coherencia y no es vivir atada. Es la capacidad de sentirme bien con lo que soy, con todas mis imperfecciones y complejidades, porque así me pensó Dios.