La vida y el humor de Dios nunca dejan de sorprenderme. El sábado pasado, sin embargo, los dos llevaron los límites más lejos de mi imaginación y aquí me tienen amarrada en una camisa de fuerza, con los dos húmeros fracturados y con la imposibilidad de espantarme una mosca, lavarme los dientes o de hacer cualquier maniobra con mis propias manos. En definitiva, soy lo más parecido a la versión femenina de Hannibal Lecter, aunque me salvé del bozal.
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Una mala carrera en la cancha de pádel me hizo volar directo hacia la red y mis dos brazos se abrieron como alas de pollo, quebrándose con un dolor indescriptible y cambiándome la agenda y la vida en un segundo. Entre las próximas seis y ocho semanas debo permanecer inmóvil a nivel físico, pero mi mente y espíritu están procesando infinitas y profundas vivencias que necesito compartir.
Obligada a dejarme cuidar
Una de las cosas que más me hace feliz es ofrecer a todos mis brazos y mis manos para ayudar. Lo hago sanando, escribiendo, cocinando, cuidando, pintando, enseñando y plasmando infinitos gestos, mensajes y acciones que despierten sonrisas y alivio en el corazón de otros. Atada como estoy, no puedo más que expresar mi amor de gratitud y cariño a través de la mirada y la palabra, pero, para todo el resto, todo, debo dejar que otros me ayuden.
Lavarme los dientes, hoy, es subir el Everest. Escribir con mis manos es navegar todo el Atlántico. Peinarme es un acto temerario. Y, comer, un regreso obligatorio a mi infancia, donde, hasta haciendo como un “avioncito”, me dan la comida con cuchara. El que otros me cuiden es un idioma que no sé hablar y, entre balbuceos y ensayos, voy aprendiendo a dejarme amar, pero me siento torpe, inexperta en recibir sin dar.
Entrega radical
Al estar sin brazos, los más mínimos detalles pasan a ser una ofrenda porque he perdido el control de todo, hasta el ritmo para tragar. Estoy entregada a otros en cómo me lavan los dientes, la porción que quiero tomar del plato y hasta el modo en que me gusta vestirme, pintarme y ser con mi particularidad. Son los demás los que, con extrema generosidad, van decidiendo casi en automático toda mi rutina y recién hago consciente cuánto puede afectar.
No es que amargue, pero sí notas desde la intensidad del café que te dan hasta la suavidad al bañar. Me viene todo el tiempo al alma el diálogo de Jesús con san Pedro, cuando le dicen que otros lo llevarán…
Hiperactividad psicoespiritual
Inversamente proporcional a la inmovilidad del cuerpo brotan como margaritas sentimientos y mociones contradictorios que me tienen conmovida y en introspección permanente. Me abraza la gratitud infinita y me arañan la añoranza y la sensación de ser una carga. Me acarician la solidaridad y empatía con tantos que sufren, pero me tortura la impotencia y la falta de libertad. Me consuela la fe y la compañía amorosa de Jesús encarnado en tantos, pero me hunden la culpa, la impaciencia y la sensación de inutilidad. Me enternece el cuidado y cariño que recibo y me desgarran el ritmo frenético y las agendas abultadas del resto, en las que no puedo participar.
A nivel de fe, quizás, esta es la moción más relevante hasta ahora, porque inevitablemente surgen las preguntas punzantes en el espíritu: ¿por qué me pasó? ¿Qué tengo que aprender? ¿Me siento habitada ciertamente por el Señor en estas circunstancias? ¿Qué encarnación de María soy capaz de recibir? ¿Qué testimonio doy así? ¿Cómo viven tantos de esta forma, amarrados literal o simbólicamente, sin poder decidir sobre sus destinos? ¿Qué me dice el Señor con tanta efervescencia emocional y mental? ¿Cómo puedo servir de este modo a Dios y a los demás? ¿Qué hacer con las voces del mal espíritu que me llevan a la desolación?
No tengo respuestas claras y solo me aferro a la confianza en Dios, que saca bien de todas las circunstancias y bellísimas flores de los desiertos más áridos del mundo. Así que aquí espero a sus ángeles para que vengan a regar las semillas a mi alma, transformando el dolor y los moretones en más fecundidad y amor. Continuará….